Hace la friolera de treinta años, en 1991, crucé una apuesta en el Hotel Capri de La Habana con otros corresponsales extranjeros que se alojaban allí.

Aquel hotel era un nido de espías y rumores porque Fidel Castro, decían, estaba a punto de caer. Con una revuelta militar interna (acababa de hacer fusilar al general Ochoa y al capitán Laguardia), con la hambruna en las calles y el abandono casi total de la comunidad internacional, el castrismo parecía abocado a su claudicación. Sin embargo, yo sería uno de los pocos, casi el único, que aposté, contra la mayoría de corresponsales, por la permanencia del régimen. No porque me gustara, sino porque, tras recorrer el país entrevistando a decenas de cubanos, cualquier cambio me pareció imposible. Fidel dominaba por completo el escenario nacional. El partido Comunista tenía representantes, agentes, comisarios y delatores por todas partes. Un sistema jerarquizado por ciudades, barrios, distritos, cuadras y casas hacía prácticamente imposible cualquier tipo de revuelta involutiva, no digamos ya un cambio de sistema. Y, en efecto (y por desgracia), no me equivoqué y Fidel sobreviviría aún muchos años.

Tres décadas después, las cosas siguen más o menos igual en la isla caribeña. El nuevo presidente, Díaz-Canel, puesto e impuesto a dedo por Raúl Castro, sigue dirigiendo el país con mano de hierro, al frente de una dictadura militar. No hay libertad de comercio, de reunión, de opinión, de prensa… Sí hay, por el contrario, disidentes en las cárceles y como antaño, como siempre desde la Revolución, el Gobierno y el Partido lo controlan prácticamente todo.

Durante estos últimos días, La Habana ha vivido manifestaciones populares contra el régimen. Una vez más, los cubanos, miles de ellos, reclaman aquello de que carecen desde hace ya tres generaciones: libertad y prosperidad. El presidente Díaz-Canel se ha apresurado, como de costumbre, a echar la culpa a supuestos agentes del imperialismo, a esos espías de los Estados Unidos que siguen actuando, socavando el socialismo democrático que tanto bienestar y libertad ha traído a los cubanos. Casi ninguno de ellos le cree, pero el nuevo dictador tiene a su favor la policía y el ejército, y no dudará en imponer la represión.

Pobre Cuba, atada a la tiranía y sin que nadie se atreva claramente a apostar por su libre futuro.