Ninguna de las múltiples lecturas que se han hecho y se seguirán haciendo sobre los recientes cambios en el Gobierno central parece haber satisfecho por completo a la opinión pública. Habiendo dejado insatisfechos, en particular, a aquellos que buscan en la política una lógica acorde con sus teóricos fines de organizar y dirigir sociedades complejas.

Al primer golpe de vista, la amplia remodelación urdida por Pedro Sánchez en La Moncloa carece de lógica política.

La defenestración de sus dos pesos pesados, Carmen Calvo y José Luis Ábalos, hasta ahora, en apariencia, manos derechas suyas en el Ejecutivo y en el partido, solo podría explicarse en el caso de que ambos hubiesen incurrido con nocturnidad y alevosía en deslealtades o incompetencias manifiestas, supuestas maniobras o errores que, hasta el momento, no habían sido denunciados ni escarmentados...

Pero es que tampoco reúne el menor sentido común que Miquel Iceta, que ni siquiera es universitario, haya pasado a desempeñar un ministerio, el de Cultura, que requiere amplia preparación intelectual y una profunda sensibilidad hacia el teatro, la música, la pintura, la literatura… Otros de los nuevos ministros, sin embargo, como es el caso de la aragonesa Pilar Alegría, encajan más adecuadamente, por trayectoria y titulación, en el puzzle ministerial, pero seguramente se acertará en mayor medida en el análisis de la reforma atribuyendo las razones de los sietes cambios de carteras más a los cálculos y previsiones del propio Sánchez que a las corrientes, meandros y rápidos del río socialista.

Y seguramente todavía entenderemos todavía mejor esos cambios si recordamos que entre las competencias que refuerzan el presidencialismo de un jefe del Gobierno figura, con la firma de decretos y la convocatoria de elecciones, la de cesar y nombrar ministros. Siendo el abuso de tales privilegios síntoma de hiperliderazgos que, como los de Felipe o Aznar (no tanto Zapatero o Rajoy) actuaron a menudo en clave personal.

Así, fumigando Moncloa y Ferraz, se instala Sánchez en su doble vivienda, sin molestos vecinos dentro de unas casas de las que los invitados nunca se marchan.

Y es que Pedro, santo o no, siempre tiene las llaves…