Javier Lambán ha roto la candidatura de los Juegos de Invierno con Cataluña porque según él la Generalitat no se comportaba en pie de igualdad con Aragón. No es una sorpresa: tampoco vamos a pedir ahora que se rompan las tradiciones.

En un artículo reciente el ensayista Leon Wieseltier responde a una pregunta de Adam Zagajewski sobre la diferencia entre el predicamento místico de los judíos y los cristianos. Para los judíos, el problema es que el Mesías no llega y el mundo sigue igual; para los cristianos, el problema es que el Mesías llegó y el mundo sigue igual. Yo, como Wieseltier, prefiero lo que los judíos no saben a lo que los cristianos ya saben: la eterna postergación de los Juegos de Invierno tiene sus atractivos.

El episodio muestra las dificultades para algunas relaciones de buena vecindad, y también los obstáculos del federalismo: este exige lealtad con el Estado, pero también un reconocimiento de otras comunidades. El nacionalismo catalán es confederal si no es independentista, y es habitual que intente apropiarse de lo que es de otros, según la máxima de Ignacio Martínez de Pisón que recordaba hace poco Ángela Labordeta: Lo mío es mío y lo tuyo es de los dos. Lo hemos visto con cuestiones de historia y de patrimonio; muchas de ellas las ha explicado y defendido con claridad y pulcritud Marisancho Menjón. Por desgracia, algunos catalanistas supuestamente moderados comparten esa visión: se entiende que Cataluña debe tener unas instituciones más autónomas que otras comunidades y es una ofensa que otros lugares tengan Parlamento, o se propone, como me dijo un biógrafo en la radio, que no hace falta trasladar los bienes aragoneses en museos catalanes, porque ahora ya se pueden poner hologramas. En Nueva York se hacía, me dijo.

Aragón y Cataluña comparten muchos vínculos –historia, familias, lenguas–, y hay numerosísimos ejemplos de cooperación y complicidad: uno reciente es Las niñas de Pilar Palomero. Es una pena que se produzcan estos episodios negativos. Y a la vez es probablemente inevitable: no solo por las disputas de vecinos, sino por el historicismo. El nacionalismo catalán se opone a la idea moderna de ciudadanos libres e iguales, de derechos individuales, en nombre de una mística encarnada en la lengua y legitimada por la falsificación de la historia. Como todos los nacionalismos, es un bovarismo: una novela histórica. En la tergiversación del pasado que les resulta imprescindible, Aragón siempre será una presencia incómoda.