El abuelo mira el horizonte, allá donde el mar se junta con el cielo. Todo el rato. Parece no interesarle ninguna otra cosa. Ni siquiera ver jugar a sus nietos con las olas o cuando levantan castillos en la arena. Ellos sin embargo, de vez en cuando, se acercan y le estampan un beso en la mejilla. Pero el abuelo no reacciona. Sigue mirando al horizonte, impasible. Su compañera de toda la vida, sentada junto a él controla la sombrilla de manera que el sol no le toque en ningún momento, aunque la hija o la nuera, no lo sé, lo embadurnó de crema nada más llegar a la playa para protegerle y evitar quemaduras. Cuando los abuelos se quedan solos se impone el silencio. El abuelo hace tiempo que dejó de conversar y no reacciona. Sólo un inicio de sonrisa cuando alguno de sus nietos lo achucha con todo el cariño del mundo. Pero quizá sea una ilusión. A pesar de su mirada perdida los nietos lo intentan una y otra vez sin manifestar frustración por la falta de respuesta. Simplemente lo quieren y se lo demuestran. No sé si se acuerdan de otros años, cuando el abuelo todavía jugaba con ellos a hacer castillos o los paseaba en el agua, subidos en un cocodrilo de plástico verde que ahora permanece inactivo sobre la arena. Cada mañana la familia repite el mismo guion: sentar al abuelo en su silla, darle la crema, poner la sombrilla, desplegar los juguetes de los niños que hacen carreras nadando y de vez en cuando vuelven bajo la sombrilla para achuchar al abuelo y contarle a la abuela sus progresos como nadadores, o la última faena que le ha hecho el hermano mayor al pequeño mientras los padres observan sonrientes. Poco después de mediodía la familia recoge los bártulos y abandonan la playa para volver a casa. El abuelo sigue con la mirada perdida, eso sí, con la mascarilla que le acaba de colocar cariñosamente el hijo o el yerno, no sé, a la vez que intenta una explicación innecesaria a todas luces.