El nuevo presidente de la Generalitat de Cataluña, Pere Aragonès, es muy poco aragonés y nada aragonesista. Acaba de demostrarlo con su furibunda oposición a compartir con Aragón la candidatura de la Olimpíada de invierno de 2030. Una actitud incalificable, de estética torpeza y miseria moral, que lo acredita como lo que seguramente es: un político de segunda fila, insolidario y vulgar. Tanto como sus igualmente pomposos y fanáticos compañeros de caja y secta, Junqueras, Rufián

Tenía Aragonès una buena oportunidad con el proyecto olímpico para sentarse con su vecino, con Aragón, para sumar fuerzas y estaciones de esquí, ciudades y remontes, comunicaciones y habitantes, votos y euros. Pero, como de costumbre, ha preferido ignorar a una comunidad a la que desde hace tiempo, con malas artes y dinero público procedente de los impuestos de todos los españoles, pretenden robar la historia, los reyes, las conquistas, el derecho, el agua, los bienes, la Franja, a Gargallo, a Florián Rey, a Moncada, a los 'paisos catalans' y ahora también a los 'Pirineus', localista o dialectal nominación con la que la 'republiqueta' aspira a ganar unas Olimpíadas… Con eso y, por supuesto, ¡faltaría más!, con el dinero del Gobierno español. Porque estos corsarios políticamente depravados del pancatalanismo, guardando avaramente lo suyo, han disparado siempre con pólvora del rey.

Frente a las mentiras y mezquindades de Quim Torra, antes de Artur Mas, ahora de este Aragonès tan poco aragonés y nada aragonesista, el Gobierno del Pignatelli ha venido manteniendo una digna y crítica oposición, muy alejada de las concesiones con que Madrid viene premiando a los filibusteros de Esquerra confiando erróneamente en que el beso derrotará al veneno y el abrazo al puñal. Pero, por mucho que Aragón denuncie los abusos del independentismo vecino, de no redireccionarse la posición del Gobierno central media España seguirá financiando las maniobras y ardides de los conspiradores: sus embajadas, sus olimpíadas, sus payasadas… Y así hasta convertir toda esa locura en hechos normales, cotidianos, consumados, de la misma manera que los rusos se están acostumbrando a Putin o los venezolanos a Maduro.

Sería hora de pararles los pies, como las patas al burro suelto que reparte coces.