Ya están en marcha los Juegos de la 32ª Olimpiada, los más extraños y singulares de la historia del olimpismo, los únicos que se han aplazado un año y los que han estado al borde de una nueva suspensión que esta vez habría sido definitiva. El camino hasta aquí ha sido arduo y, al mismo tiempo, los Juegos de Tokio se han querido convertir, como anunció hace 18 meses el entonces primer ministro Shinzo Abe, en «una luz al final del túnel, el triunfo de la humanidad».

Lo cierto es que el fantasma del fracaso ha sobrevolado hasta el último instante. Los Juegos que tenían que servir como demostración del empuje del país para sobreponerse a la catástrofe nuclear de Fukushima y que tenían el respaldo de la mayoría de la población se han convertido para los japoneses en una pesadilla. La nominación significó en su  momento un espaldarazo para una nación herida que tenía la oportunidad de demostrar al mundo su capacidad organizativa y tecnológica, en un paralelismo con los Juegos de 1964, que representaron la irrupción del Japón moderno, dejando atrás las huellas de la guerra. Pero las tornas han cambiado. Con solo un 15% de vacunados, con los índices más altos de la pandemia en seis meses, con la declaración del cuarto estado de emergencia y el endurecimiento de las medidas sanitarias, tres de cada cuatro japoneses están en contra de su celebración.

Ante esta situación y ante demandas de una parte muy mayoritaria de la ciudadanía para suspenderlos, el Gobierno de Yoshihide Suga, de acuerdo con el Comité Olímpico Internacional (COI), que es el organismo que puede decidir sobre el evento, ha decidido mantener los Juegos no solo como una demostración de necesaria normalidad, a pesar de la falta de espectadores, sino especialmente porque una suspensión habría acarreado cuantiosas pérdidas millonarias y una intrincada red de demandas entre organizadores, patrocinadores y televisiones. Baste recordar que el 75% de los beneficios del COI proceden de los derechos televisivos. El caos incluso habría hecho peligrar un movimiento olímpico que ya vive desde hace años una época convulsa.

A pesar de todo, y de los últimos tropiezos de la organización (con dimisiones de última hora, a causa de acusaciones de machismo, violencia y supremacismo, de altos mandatarios o responsables), el simbolismo del reencuentro y la esperanza va a presidir unos Juegos que empezaron el viernes con la tristeza de un estadio vacío y son solo un 20% de los deportistas desfilando, pero también con la remodelación del lema olímpico. 'Más rápidos, más altos, más fuertes', como siempre, pero ahora 'unidos'.

La mejor noticia, el 8 de agosto, más allá de medallas y éxitos deportivos, será que los Juegos hayan llegado al final sin mayores contratiempos. Habrán sido silenciosos y raros, pero también habrán aportado algo de esperanza a un mundo sobresaltado y en estado de 'shock'.