Los obispos han presentado un documento en el que hablan del cuestionamiento de las instituciones democráticas y acusan a la clase política de ser incapaz de estar a la altura de las circunstancias históricas, dando prioridad a sus propios intereses. Como era de esperar, la culpa es del Gobierno con sus iniciativas legislativas sobre la educación, la eutanasia, el aborto, la memoria democrática, el Consejo General del Poder Judicial que van en la línea de deconstrucción del régimen del 78, del que al parecer ahora los obispos son acérrimos entusiastas. Hablan de una «propuesta neopagana» que quiere «deconstruir y desmontar la cosmovisión cristiana» promoviendo las corrientes ideológicas de género y la aceptación social del aborto y la eutanasia. Les molesta la secularización y el deterioro de la «familia tradicional». El tema de los graves casos de abusos sexuales y las inmatriculaciones, el IBI, etcétera, son simples dificultades que surgen de la «mundanidad interna», o sea de sus propias entretelas mundanas. En realidad, los obispos siguen defendiendo el nacionalcatolicismo. Como escribía Díaz Salazar en Iglesia, dictadura y democracia, siguen pensando como M. Menéndez Pelayo, que con la pérdida de la fe religiosa pierde su sentido el patriotismo. Todavía no han descubierto que el pluralismo ideológico y cultural es una característica de una sociedad libre y que la unanimidad que persiguen es un anacronismo después de la aparición de otras cosmovisiones no cristianas nacidas de la modernidad y de la Ilustración. Atacar el pluralismo es una falta de respeto a los que legítimamente defienden un Estado no confesional y laico. Y eso sí, como pedía Pablo VI al Rey de España en 1977, en un espacio de libertad para todos y sin privilegios. La cuestión es que no es verdad. Lo que intentan una y otra vez es mantener sus privilegios que son inaceptables en una sociedad democrática.