Hay imágenes del todo icónicas, memorables por lo que fueron y por lo que aún representan, al cabo de los años. Una de estas imágenes es la de Dirk Bogarde (interpretando a Gustav von Aschenbach, en 'Muerte en Venecia'), tendido en una tumbona de la playa del Lido. Se está muriendo, deseoso de la belleza que se le escapa, como la vida, mientras desciende por su rostro el tinte de color negro del cabello. Sublime y patético, elevado y decadente a la vez. Lejos, el objeto de su deseo, el joven Tadzio, un muchacho sueco de 15 años, el «chico más bello del mundo», como lo describió Luchino Visconti.

Nadie recuerda su nombre, pero retenemos su cabellera rubia, los ojos azules, aquel aire entre oscuro y angelical. Ahora, 50 años después, sabemos que se llamaba (y se llama) Björn Andrésen y que es un anciano que vive en el umbral de la pobreza, angustiado por los demonios que le atormentan, atormentado por unos recuerdos que le han lanzado a una existencia nihilista, cerca de una muerte tan asumida como aquella de Venecia. El documental (en Filmin) que nos habla de Andrésen, y de cómo Visconti le localizó y de cómo su vida se convirtió en una bajada a los infiernos debido a la famosa película, es tremendamente triste, porque nos informa no solo de una persona destrozada (condenada a ser un adolescente perpetuo: de la encarnación de la belleza perfecta a la caricatura siniestra), sino de los mecanismos que usan los creadores para conseguir sus fines artísticos.

Visconti, en el casting de Tadzio, cuando descubre a Andrésen, es alguien que, desde la altivez, modela personas como si fueran arcilla, a la manera de un Prometeo moderno que, en este caso, no las libera, sino que las utiliza como material necesario (casi inanimado) para la obra maestra. Comparar aquel efebo delicado, el Tadzio idealizado, con el hombre que es ahora, decrépito, barbudo, de mirada perdida, es un ejercicio que no solo nos habla de la decadencia de los cuerpos, sino también de las fronteras que pueden atravesar (o no) los espíritus.