Surgen voces que quieren una Europa con el mismo dios, el mismo color de piel, y encerrada tras sus fronteras, defendiendo unos valores que no se explicitan, contra los que son diferentes y vienen de fuera. En realidad el proyecto europeo, siempre en construcción, se apoya en unos valores. «En la Unión Europea estamos haciendo realidad nuestros ideales comunes: para nosotros el ser humano es el centro de todas las cosas. Su dignidad es sagrada. Sus derechos son inalienables. Mujeres y hombres tienen los mismos derechos. Nos esforzamos por alcanzar la paz y la libertad, la democracia y el Estado de Derecho, el respeto mutuo y la responsabilidad recíproca, el bienestar y la seguridad, la tolerancia y la participación, la justicia y la solidaridad». Eso dice la Declaración firmada por las autoridades europeas en Berlín, en el 2007. En la fallida Constitución se hablaba del respeto de la dignidad humana, de la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de Derecho y el respeto de los derechos humanos.

Estos valores, se decía, son, comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres. La finalidad de la UE es promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos, ofrecer un espacio de libertad, seguridad y justicia, desarrollo sostenible, la lucha contra la exclusión social y el fomento de la justicia y la protección social, etc. Una Europa que toque al unísono esta música es atractiva e ilusionante, utópica, claro, porque no existe, pero la utopía es algo en construcción. Hay quien tiene otra utopía, la marcada por el odio y el miedo al diferente. La primera será difícil de conseguir, pero los de la segunda tienen su batalla definitivamente perdida, por más que lo intenten.