En cualquier etapa de la vida, la posibilidad de elegir entre dos o más opciones, es símbolo de libertad y, por supuesto, de responsabilidad para asumir las consecuencias de la elección realizada. Pero, en todo caso, es indudable el inmenso valor con el que siempre se percibe la capacidad de decidir sobre cualquier asunto de nuestra incumbencia, así como también es fácil constatar que tal privilegio no siempre es demasiado factible; que, de hecho, zancadillas y obstáculos diversos suelen frustrar unas expectativas, quizá generadas con escasa solidez.

Ya en la primera infancia, la selección de un centro educativo para los peques puede representar el primer punto de confrontación y contraste donde se estrellan muchas ilusiones.

Por suerte, las secuelas del percance no suelen alcanzar demasiada gravedad, pero es de suma importancia que los padres no trasladen a sus hijos el malestar por la contrariedad experimentada. De mayor relevancia resulta la inviabilidad de desarrollar una vocación, en especial cuando son circunstancias sociales o intereses bastardos los que abortan la preferencia deseada. En plena adolescencia, la disyuntiva entre los estudios superiores y la denostada formación profesional es fuente de muchos conflictos, obviando el gran potencial de la FP a la hora de ingresar en el mercado laboral. Pero estamos ante una futura ley que tiende a mejorar el estatus profesional y social del alumnado, a la vez que ya desde el primer curso se realizarán prácticas empresariales, con lo que ello supone de experiencia profesional y ajuste vocacional.

Trabajar en lo que a uno le gusta no debiera ser una singular excepción, ni tampoco una pesada losa el retorno tras las vacaciones o la ansiada jubilación un objetivo prioritario. Las personas entregadas a su vocación son más felices y alegran la vida de quienes les rodean.