En esta España de invernadero y ladrillo no andamos sobrados de conciencia ecológica. A costa de caer en el reduccionismo, diría que nuestro espectro ideológico se limita a dos espacios: el de quienes creen que deben evitar cualquier sospecha de defensa de la naturaleza y se mofan de lo que llaman «camelo climático», y el de quienes lucen pin multicolor en cada prenda sin plantearse cuáles son los objetivos para 2030.

Nos hemos habituado a ver cada verano el Mar Menor cubierto de peces asfixiados y, aunque uno trate de respirar hondo cuando oye que, al fin y al cabo, solo son peces, no puedo evitar la furia al ver que las autoridades locales culpan del destrozo a la Administración del Estado.

No me siento obligado a defender al ministerio, pero, si Murcia contempla una Dirección General del Mar Menor será porque es de su competencia. Más allá de los peces muertos, tan españoles como el toro o el cerdo ibérico, la verdadera tragedia está en que esa sopa verde preludia una lenta agonía del Mediterráneo, con las peores consecuencias para la economía y la salud. Murcia, enamorada de su huerta, quiso convertir en regadío el resto de la región. Eso requiere mucha agua, venga de donde venga y vertidos de todo tipo que irán a dar a la mar.

Parafraseando a alguno, diría que la agricultura y el turismo en el Mediterráneo españoles han vivido muy por encima de sus posibilidades. Se ha hecho oídos sordos a las organizaciones que defienden el medio ambiente y no puede tolerarse que ahora se exija la ayuda del Estado para los damnificados. No sé si los perjudicados son los pescadores, los agricultores o los hosteleros.

Son necesarios el diálogo y las soluciones consensuadas, más ahora que todos hablan de transición ecológica y las grandes partidas de la Unión Europea se destinan a tal fin. Hay que recordar que en Aragón se construyeron embalses, sin importar las personas, para suministrar energía hidroeléctrica a la industria de fuera. Se cerraron minas y centrales térmicas y todavía desconocemos a dónde nos llevará esta cacareada transición, salpicada de vocablos y de conceptos audaces.

Sentémonos a la mesa, sí, pero todos y con los deberes hechos.