El titular de la portada de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN del 12 de septiembre del año 2001 fue Terror global. Transcurridos veinte años desde entonces, ese terror sin fronteras ha modificado profundamente la vida cotidiana, los hábitos en el seno de la comunidad internacional, la imagen del islam y las incógnitas de futuro que se ciernen sobre el mundo islámico. Todo es hoy sustancialmente diferente a la foto fija que prevalecía en nuestras sociedades antes del 11-S y seguramente muchos de los cambios desencadenados por los atentados de Nueva York y de Washington no tienen fecha de caducidad, sino que parecen destinados a quedarse para siempre entre nosotros en nombre de la seguridad.

Si a la desintegración de la Unión Soviética en 1991 se habló con reiteración de la configuración de un sistema unipolar, gestionado por Estados Unidos, solo una década después el mundo se instaló en la incertidumbre permanente con la invasión de Afganistán, la guerra de Irak, la sucesión de atentados en Europa –Madrid, Londres, París, Bruselas, Berlín y Barcelona, entre otros escenarios–, la aspiración de China de competir por la hegemonía a escala mundial y el regreso de los talibanes al poder después de dos décadas de hostigamiento y paciente espera. Son demasiados los datos contrarios al optimismo: el renacimiento del multilateralismo se abre camino con grandes dificultades, el poder blando de la Unión Europea se debilita a causa de las consabidas tensiones internas y el crecimiento de las desigualdades ha convertido los flujos migratorios en una odisea diaria.

Quizá nada de todo esto fue causado en un sentido estricto por la matanza del 11-S, pero sin duda contribuyó a agravarlo. Al mismo tiempo, frente a un porvenir incierto, Occidente tendió a encerrarse en una fortaleza de seguridad que erosionó algunos de los valores intrínsecos de la democracia y facilitó la implantación de nuevos sistemas de control, favorecido todo ello por el desarrollo de las nuevas tecnologías y la información sobre todos nosotros almacenada en la red.

PUEDE QUE SEA EXAGERADO decir que se hizo realidad la utopía reaccionaria –más seguridad a cambio de menos libertad–, pero es cierto que el doble concepto de privacidad y autonomía de los ciudadanos ha salido dañado de la batalla cotidiana para minimizar la vulnerabilidad.

De la misma manera que se habló con frecuencia de un siglo XX corto que empezó en 1918 y acabó en 1991, acaso sea el momento de considerar el 11 de septiembre de 2001 el primer día del siglo XXI. Porque provocó una auténtica fractura histórica, porque agudizó la complejidad de las relaciones entre Occidente y el orbe musulmán, porque alimentó un vaticinado choque de civilizaciones y porque contribuyó en gran medida al desorden mundial en curso. A lo que debe añadirse que el desafío asimétrico emprendido por Al Qaeda, seguido por el Estado Islámico y epígonos, reveló la ineficacia de los sistemas de prevención y neutralización del terrorismo a gran escala.

Por todas estas razones, el 11-S ha tenido y tiene una gran trascendencia a escala colectiva. No solo porque fue posible seguir en directo la tragedia por televisión, sino porque nuestras pautas de comportamiento en muchos ámbitos y lugares son herederas de aquel día que quebró tantas certidumbres.