Ser vicepresidente del Gobierno es uno de los caminos que hay para llegar a ser columnista. Muchas veces se ha dicho que en España hay 47 millones de seleccionadores nacionales. El regreso de Pablo Iglesias, con tertulias y columnas, revela que es mucho mejor ser uno de los que aconsejan al seleccionador que ser el seleccionador.

Tiene ventajas: nadie te reprocha nada si te equivocas, puedes hacer grandes diagnósticos sin entrar en el detalle, porque todos sabemos cuáles son las reformas necesarias para el país y nadie sabe arreglar la estantería que se comba. La fama adquirida como vicepresidente del gobierno y líder político permite negociar una buena tarifa.

No vamos a escandalizarnos por la hipocresía, la incoherencia o el cinismo: ya se sabe que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Pero también conocemos el atardecer y sin embargo nos asombra.

Los datos de agresiones a minorías generan una comprensible preocupación por el discurso del odio. Mientras exigimos atención y firmeza ante palabras que estigmatizan a colectivos, Unidas Podemos establece un vínculo directo entre hechos que aborrecemos todos con las opiniones (algunas discutibles, otras reprobables) que no les gustan a ellos y el exvicepresidente debuta como columnista en Gara.

Crítico de los medios privados, ahora trabaja en ellos, no se sabe si con la esperanza de cambiarlos o de que ellos lo cambien a él. Muchas veces lamentamos que en las tertulias los opinadores repitan los argumentarios de los partidos. A primera vista que hablen directamente políticos puede incrementar el fenómeno. Como algunos llevan cinco minutos fuera del cargo, pueden sentir la tentación de justificarse. Pero quizá así se evitan confusiones. Y puede que sean más libres de disentir que algunos de esos analistas cuya cercanía a los partidos recuerda a Groucho Marx: «Si te abrazo un poco más voy a pasar a tu otro lado».

La nueva vida laboral de Pablo Iglesias podría parecer una confesión de la incompetencia que ha acreditado en el Gobierno. Se dedicará a hacer lo que mejor se le da: el espectáculo y la intoxicación. Sus análisis suenan viejos y sus argumentos pueriles, y los años lo convierten en una parodia de sí mismo. Lo sabe: tenía que aprovechar el momento. Asaltar los cielos significaba encontrar el camino más corto hasta la puerta giratoria.