Pasé este último fin de semana en El Retiro madrileño firmando libros y reencontrándome con autores. Mi caseta estaba cerca del Pórtico Norte, a la entrada a la Feria del Libro, por lo que, desde mi stand, podía ver la aglomeración humana que esperaba entrar al recinto.

Tanto el sábado como el domingo, desde las diez de la mañana, miles de personas en formación de cuatro en fondo, con mascarillas y respetando la distancia de seguridad, avanzaban lenta y pacientemente, muy lenta y pacientemente hacia el control de la entrada. Al haber establecido la organización un número máximo de visitantes, los nuevos solo podían entrar a medida que otros salían. La media de espera venía a ser de dos horas, pero no hubo la más mínima protesta, y tampoco muestras de desánimo. Estoicamente esos lectores, cuya cola se perdía de vista, resistían al sol, bebiendo agua y tratando de protegerse bajo las sombras de los árboles cuando la piel, bajo 32º, seguramente les ardía. La recompensa de encontrarse con sus escritores preferidos fue suficiente acicate para superar tan duras condiciones.

Los alentadores datos que hablan de la resistencia del libro de papel en tiempo de pandemia deben mucho a estos heroicos lectores, que son realmente quienes sostienen el sector.

Hombres, mujeres, ancianos y niños, españoles o extranjeros, toda esa masa de lectores que invadía El Retiro, o que a diario visita las librerías, comparte un entusiasmo y un respeto hacia la creación literaria que ciertamente nos llena a los escritores de orgullo y esperanza.

Hablando con ellos me asombro siempre de su asombro frente a un acto creativo que consideran mágico (puede que lo sea), de lo pura que conservan la facultad de escuchar y aprender nuevas historias y de la generosidad con que guardan en su memoria, como tesoros, textos leídos entre sonrisas o lágrimas.

Uno de esos lectores se me presentó con un carro de la compra en cuyo interior llevaba todos mis libros, desde el principio de los tiempos, en primeras ediciones que me pidió firmar, para conservarlas en una biblioteca personal de sus autores predilectos, que consideraba su más preciada posesión.

Por amigos y motivos como estos vale la pena seguir escribiendo novelas.