Niñatos apenas mayores de edad que quieren enfrentar su bandera de España que también es mía a la bandera del Orgullo que también puede ser suya como símbolo de libertad e igualdad; energúmenos que me gritan «¡maricón!» camino del ayuntamiento; la fachada de mi casa llena de esvásticas y «maricones os vamos a matar» y «maricones a la hoguera» una mañana de sábado, y fuego en el portal de la comunidad en la que entonces vivía; amenazas de muerte recibidas durante meses en los estudios de la cadena SER-Zaragoza donde trabajaba felizmente, y tener que esperar dos horas en la comisaría de la policía nacional de la calle Albareda (ahora sede del PP en una paradójica pirueta de la vida) donde no quisieron atenderme en todo ese tiempo y se rieron de la denuncia que no pude presentar. Son ejemplos que salen de mi vida personal en la que tengo más capacidad de denuncia que la mayoría por mi condición de cargo público hoy, y de trabajador de la comunicación antes, lo que considero que me obliga más que a otros a levantar la voz para denunciar la homofobia cotidiana y las agresiones físicas constantes. Un día nos pareció que el miedo se acababa y que era el último estertor de un fenómeno residual en medio de los avances legales y de respeto que nadie nunca nos ha regalado a las personas LGTBIQ y que hemos logrado con organización, presión política, activismo, y tomando la palabra y la acción en la calle, en partidos políticos y en las instituciones.

Cultura del odio

Pero no fue así. El miedo creció, lejos de desaparecer, alimentado por la cultura del odio de la ultraderecha política y mediática. Y eso es lo peor: que está haciendo mella en un amplio sector de la población que acaba creyendo su discurso de odio y asumiendo que una denuncia falsa instigada por el miedo es más importante que la paliza en Pamplona de la misma semana, que el asesinato en Coruña de hace un mes, que la caza del maricón organizada en Barcelona por varios grupos estables desde hace meses, o que la agresión de Logroño de hace dos, o la denuncia emitida por la Cadena SER por la negativa a contratar en un taller mecánico a un profesional porque «los trabajadores que ya tengo no están cómodos con uno así como tú y yo no quiero problemas». Entre otras muchas.

Hyde

El dato oficial del timorato Ministerio del Interior es 278 denuncias registradas, con un aumento del 43% solo en el primer semestre de 2021, aunque los Observatorios contra la LGTBfobia de Madrid, Comunidad Valenciana y Cataluña hablan de más de 300 en cada uno de ellos. El propio Ministerio del Interior reconoce que las denuncias registradas son solo una diminuta punta del iceberg. Ahora imaginad todas las que no se denuncian por miedo o las que ni siquiera las víctimas consideran importantes tras décadas de interiorizar el discurso del poder.

Haceos la siguiente pregunta, por favor. ¿No existen los siniestros domésticos que las compañías aseguradoras deben atender porque algún listo haya querido hacer pasar por siniestro lo que no era? No, claro que no, a nadie se le ocurría semejante afirmación en su sano juicio. Pero la homofobia campante, con palizas y asesinatos incluidos, ha centrado su discurso en la falsa denuncia de Malasaña como excusa repugnante para intentar borrar una dramática realidad cotidiana. Como se hace con el uso de la escasas denuncias falsas de mujeres por agresión y malos tratos para negar una realidad de violencias machistas que lacran nuestra sociedad, usando un frágil telón ocasional para intentar negar una realidad espantosa.

Haceos más preguntas: ¿Por qué mi pareja sigue sintiendo pavor inconsciente a besarse conmigo en un bar o en la calle? ¿Por qué a pasear de la mano? ¿Por qué lo pensamos diez veces y miramos en derredor para comprobar que es un espacio seguro antes de besarnos con alguien en un local? ¿Por qué, si las personas hetero lo hacen de modo automático? Ya respondo yo. Porque el miedo no es residual, existe. Y el peligro también. Y son décadas aprendiendo a interpretar señales que pasan por normalizadas para la mayoría, pero que para nosotras son alertas que indican que habitamos muchos espacios inseguros.

Peligro histórico

No es la posición mayoritaria, pero el peligro histórico está en cómo cala este discurso homófobo y fascista a fuerza de reinar en la redes, muchas teles y varios políticos a los que se les da una importancia que su cargo no merece, sin contexto, sin datos, sin reflexión. Incluso a gente a la que amo y me ama he debido explicar esta semana que una denuncia falsa no anula una realidad diaria porque la habían interiorizado como un hecho central. Una parte de nuestra ciudad y nuestro país ha decidido que los prejuicios valen como opiniones, que sirven las afirmaciones sin datos ni argumento, y que, en lugar de buscar medios fiables, es mejor retroalimentarse con bulos, cuentas anónimas y discursos políticos que avalan su posición previa. Y este fenómeno va en aumento. Aceptar el discurso negacionista es tan repugnante como elaborarlo. Vuestros hijos e hijas, vuestros alumnos y alumnas, vuestros vecinos y vecinas tenemos miedo. Pero tenedlo claro: no nos vamos a dejar. Quienes nos precedieron, con la ejemplar actitud en vanguardia de las personas trans, pelearon contra cárceles, leyes y palizas diarias. Mi generación lo exigió todo. Y los chavales y chavalas LGTBIQ de hoy no van a consentir ir hacia atrás ni el silencio cómplice. Los «San Sebastián ahora devolvemos las flechas».