El recorrido hasta llegar a esa mesa del Palau de la Generalitat ha sido accidentado, largo y complejo. El que empieza ahora, teniendo en cuenta la distancia entre las posturas de salida, no lo será menos. Pero ayer ese sentarse y hablar que muchos pedían (algunos sinceramente, otros esperando una negativa que les cargase de razón) empezó. Y lo más importante de todo, con los dos principales interlocutores dispuestos a mantenerlo durante el tiempo que sea necesario. Un Pedro Sánchez cada vez más cómodo en sus contactos con la realidad catalana y un Pere Aragonès reforzado tras haber impuesto su autoridad en la composición de la delegación de su Gobierno no se fijaron plazos pero sí se comprometieron en el ambicioso reto de que la mesa de diálogo y negociación no solo sea la justificación de una tregua inevitable tras el callejón en salida al que se llegó en 2017, sino el inicio, en palabras de Aragonès, de «una nueva fase» para Cataluña. En ella el diálogo no es un reto con data de vencimiento, sino un estado de ánimo, una práctica a sostener.

Aunque implique mucho (el reconocimiento de la existencia de un conflicto que debe solucionarse a través de la negociación), ese sentarse y hablar, a falta de concreciones y compromisos concretos, puede parecer poca cosa. O lo mínimo que se podría exigir incluso en el día a día de la gestión de los asuntos ordinarios de la Administración. Pero cabe recordar de la parálisis de donde venimos. Y advertir de qué es lo que espera al doblar la esquina si el diálogo fracasa, el riesgo que de bien seguro estará presente en todo momento como antídoto para cualquier tentación de romper la baraja. Un Partido Popular para el que ese simple sentarse y hablar de ayer se transmuta en un «negociar un referéndum con los que jalean a los terroristas que quieren atentar contra el PP y los radicales que incendian Barcelona». Un Vox para quien sentarse y hablar con el Ejecutivo catalán equivale a «ceder ante los enemigos de España» acudiendo a «la mesa de la traición a la justicia que condenó a los malhechores golpistas, la mesa de la traición al Rey y al pueblo». Y unos sectores del independentismo que no verían este inquietante horizonte de intolerancia y cerrazón como la grave amenaza a la convivencia que es, sino como una ventana de oportunidad para llevar a una situación de enfrentamiento irreversible.

Acudir a una mesa de diálogo de negociación y comprometerse a permanecer en ella cuanto sea necesario no es pues ni algo que se pueda dar por supuesto ni un logro en absoluto menor, sino un éxito del que felicitarnos. Que los interlocutores no fijen plazos fijos para llegar a resultados efectivos aleja cualquier escenario de ruptura durante el tiempo necesario para que se siga asimilando por ambas partes qué es posible y qué no, cuáles son las necesidades de la sociedad catalana y cuáles son los límites de lo viable. El recorrido que ahora se inicia ha de llevar a algún lado.