Amar la naturaleza es amarnos a nosotros mismos, pues del cuidado del entorno y de toda la vida que nos rodea depende nuestra propia existencia. Así, se nos exige un esfuerzo acorde con la necesidad de proteger el medio ambiente, en la medida en que la suma de pequeñas acciones individuales supone una enorme efectividad colectiva.

Somos lo que comemos, reza un conocido enunciado con vocación de axioma en nutrición; por culpa de nuestra pertinaz desidia, el plástico integra buena parte del pescado en la mesa, ya que los peces no distinguen los residuos sintéticos del plancton, los ingieren y dejan de ser el alimento sano natural del que se viene presumiendo como ingrediente básico de la dieta mediterránea. En otro orden, estamos asistiendo últimamente a acaloradas polémicas en cuanto a nuestra relación directa con otros seres vivos. Desde las mascotas mal cuidadas, que llenan de excrementos la calle, hasta su accidentada presencia en Ordesa, que muy probablemente se saldará con la prohibición de entrada de los perros al Parque. Deberíamos reconocer que las vacas siempre han pastado allí y, además, contribuyen a la conservación del espacio natural protegido; más bien sobran los incívicos. Bien diferente a considerar es la convivencia de la ganadería con el oso y el lobo, cuyas poblaciones crecientes constituyen una grave amenaza de complejos matices, especialmente para las pequeñas explotaciones familiares, y que podría tomar un peligroso derrotero si se produjera un ataque a seres humanos, hoy por hoy todavía muy improbable. La naturaleza es un patrimonio de valor infinito en el que todo está relacionado, lo cual nos obliga a tomar decisiones plenamente conscientes de su implicación y consecuencias, respetando cuanto sea posible los derechos individuales, en todo caso subordinados siempre al interés general.