Las familias preocupadas por el tiempo dedicado por sus hijos a los videojuegos en línea (o a la interacción con amigos o a la exposición a desconocidos en las redes sociales) han visto estos días cómo una noticia hacía realidad, al nivel más extremo posible, una de sus inquietudes y temores: la hospitalización durante dos meses de un adolescente de Castellón para tratar su adicción al juego que ha captado a más millones de seguidores en los últimos tres años, Fortnite. Posiblemente en este momento en muchos hogares se estén reviviendo por enésima vez las conversaciones, reproches y negociaciones sobre los límites de tiempo dedicado a las pantallas, los espacios y momentos que deberían estar libres de su absorbente y compulsiva llamada.

En el caso del adolescente que llegó a dedicar al juego 20 horas al día se podría alegar que esta dedicación obsesiva no fue más que el síntoma, la válvula de escape, ante un problema más complejo con componentes familiares, de exigencia académica y de relación social, como podría haberlo sido cualquier otra actividad. Sin embargo, la propia OMS se plantea definir la adicción a los videojuegos como una patología por sí misma. Y nos hallamos además ante un problema relacionado con la propia naturaleza de esta y otras de las múltiples ofertas diseñadas para consumir horas y horas de nuestro tiempo, en lo que se ha venido a llamar «economía de la atención». En el caso del videojuego que enganchó a este joven, resortes perfectamente orquestados para atraer (aunque no exclusivamente) al usuario más joven, como la atractiva estética visual con aspecto de cómic, la adictiva mecánica de jugabilidad y la necesidad de incorporar mejoras o el apoyo constante de influencers y estrellas del deporte o el espectáculo. El resultado de este tipo de estrategias es que, según los últimos datos disponibles en España, el 6,1% de la población tiene problemas potenciales por el uso compulsivo de los juegos en línea, con consecuencias especialmente perniciosas –falta de sueño, caída del rendimiento escolar y problemas de socialización más allá de lo virtual– entre los más jóvenes.

Hay otros cantos de sirena digitales, alguno más francamente destructivo (la banalización de los riesgos de las apuestas en línea, en particular) y otros relacionados con el uso de las redes sociales, y en todos ellos la probabilidad de desarrollar conductas de dependencia es inherente a las intenciones de sus diseñadores. También de otro tipo de comportamientos preocupantes, como desvelan los documentos internos de Facebook (revelados por The Wall Street Journal) que mostraban hasta qué punto la misma compañía era consciente de que una red social como Instagram puede llegar a promover la angustia entre las adolescentes e incrementar el riesgo de depresión o suicidio.

En una sociedad con un grado de control social como la de China se puede llegar a regular por decreto el tiempo que los menores pueden estar ante la pantalla o incluso prohibir el acceso a determinados servicios. En nuestro contexto cabe interpelar a sus promotores a que reconozcan la responsabilidad sobre sus estrategias de mercado, fijar avisos y alertas adecuadas, y límites como el que protege a los menores de determinadas estrategias publicitarias. Y sobre todo apelar a la escuela y a las familias a ser conscientes de los riesgos, a establecer pautas saludables y a crear espacios de desconexión de las pantallas y de conexión con el entorno inmediato de los menores.