Hace poco se cumplió el centenario de Fernando Fernán Gómez y las televisiones se entregaron a un revival de sus películas. No sé en qué cadena pude ver la reposición de 'Mi hija Hildegart', curiosidad que aún no había satisfecho desde un tiempo remoto y universitario cuando esa figura me interesó como interesan algunas cosas en la primera juventud, con pasión y sin persistencia.

El personaje no puede ser más fascinante: mujer nacida en 1914 de una madre narcisista y genial que eligió al engendrador con un método todo lo científico que pudo, y que educó desde su soltería a un extraño portento que a los 17 años había terminado Derecho, estudiaba Medicina y Filosofía y Letras, hablaba varios idiomas, publicaba libros y daba conferencias. La hija de esa magnífica e inquietante mujer tuvo por nombre Hildegart y se desarrolló con la esperanza de liberar al género femenino y cambiar el mundo.

Pero en poco tiempo la propia libertad de Hildegart se le hizo insoportable a esa madre (o)diosa, terrible como la naturaleza, la filosofía o Dios, y una noche de verano le pegó cuatro tiros porque la niña era su obra, y su obra se le estaba torciendo. Esta sabiduría fallida que no ayudó a vivir a quien la atesoraba hubiera sido mirada por Gracián con pena y quizá con algo de desdén: "Aunque muchos son sabios en latín, suelen ser grandes necios en romance".

El mundo no cambió, y esa curiosa niña probeta acabó bajo tierra mucho antes de lo que le tocaba. La guerra vino a quitar importancia a un suceso que quizá en otras circunstancias hubiera sido mucho más recordado. Pero no estaba el horno para bollos. Me estremece la manera indiferente y salvaje con la que la realidad se traga las aventuras del ser humano. Ni siquiera la inteligencia es escudo suficiente para nadie. Tengan cuidado con lo que sueñan.