Los trabajos en perspectiva comparada sobre procesos de transición de dictaduras a democracias son muy abundantes. Hay análisis regionales sobre el arco Mediterráneo (España, Grecia…) sobre América latina (Chile, Argentina…) o sobre el este de Europa (Hungría, Polonia…) así como exhaustivas tipologías para encajar procesos que comenzaron tras la Segunda Guerra Mundial (Japón, Francia…) y continuaron con la descolonización o síntesis sobre grandes oleadas de cambios que se remontan incluso al siglo XIX. Todos ellos contienen reflexiones muy interesantes sobre si la ruptura fue pactada o violenta, sobre el papel del Ejército, la Iglesia católica, las fuerzas políticas de oposición, la coyuntura internacional o los resultados, que no tienen por qué ser, ni mucho menos, exitosos.

Consenso

En muchos de ellos el caso español es presentado como un modelo de éxito, frente a las crisis que se abrieron en las democracias formales latinoamericanas en los años noventa o la incertidumbre que generan ciertos países de Europa del este. A pesar de la atención que se ha prestado a las elites del régimen y de la oposición, que han reducido el importante papel de los movimientos sociales, existe un amplio consenso sobre la consolidación democrática española, marcado por una alternancia política plenamente reconocida y que no genera inestabilidad social. En este sentido, la transición española puede y debe ser sometida a una crítica constante por parte de los historiadores, como cualquier otro período histórico, pero hay certezas que la perspectiva comparada nos invita a no olvidar: el resultado de la crisis de una dictadura no tiene por qué ser una democracia y, dentro de este sistema político, hay distintas posibilidades de desarrollo, desde simplemente un sistema electoral, hasta la conquista de una importante cantidad de derechos individuales y colectivos.

A mi juicio, la derecha y la izquierda de este país han incurrido en contradicciones a la hora de valorar los últimos cuarenta años de nuestra historia. La derecha parece querer romper el consenso internacional sobre la consolidación democrática española, a pesar de ser quien más defiende el relato de la transición modélica. Según sus declaraciones, a veces patéticas y a veces incendiarias, el gobierno español no tiene legitimidad para gobernar, pretende desmembrar el estado e intervenir la economía de la mano de sus ministros comunistas. La izquierda que tan severamente ha juzgado la transición, presentada como una especie de apéndice del franquismo, mantiene en cierto modo la vieja idea del «fracaso español». Según esta tesis, España no tuvo revolución liberal ni revolución industrial, lo que es falso, o no pudo consolidar la democracia en los años treinta, lo que le sucedió a casi todo el mundo. La «transición fracasada», mero franquismo disfrazado, parece un capítulo más de este libro.

Cambio de modelo

En el fondo y en la forma, quien está proponiendo un cambio de modelo es la extrema derecha, ya que plantea un funcionamiento político alrededor del pluralismo limitado. De su «democracia» deben desaparecer organizaciones nacionalistas o marxistas, por ejemplo, lo que atenta contra derechos individuales y colectivos como el del voto, el de asociación o el de reunión. Si además se quieren reducir los derechos de las mujeres, de los emigrantes o de las personas LGTBI, e imponerse de nuevo la moral católica como inspiración fundamental de la labor legislativa, nos dirigimos hacia sistemas como el de Polonia o el de Hungría, pero con el gobierno Arias Navarro de finales de 1975 en el retrovisor.

Como la derecha tradicional no está dispuesta a combatir estas ideas, es la izquierda quien tiene que desempeñar esta labor. No hay que olvidar el pasado, porque hay que seguir cumpliendo la ley de memoria histórica, abriendo archivos y llevando la ciencia histórica a las aulas, pero sería bueno proponer una agenda reformista que conecte con los problemas de la ciudadanía y ensanche las bases de la democracia en lugar de responsabilizar de casi todo al «régimen del 78».