Estos días me ha venido a la memoria el recuerdo de un curso que realicé de joven. La profesora nos pidió una mañana que dibujásemos un paisaje en un folio, como un sencillo ejercicio, a ver qué se nos ocurría. Yo me esmeré; soy de los que se toman los cursos y las pruebas muy en serio. Al rato, la profesora recogió los dibujos y los empezó a mostrar. Con una gran sonrisa, nos informó que, de forma inconsciente, todos tendemos a dibujar el mismo tipo de paisaje: un espacio agradable, con un sol en lo alto, cielo azul, algún prado, alguna pequeña montaña, alguna casita con su tejado y su chimenea, con árboles, pajaritos volando en el cielo… Ese tipo de cosas. Y en un dibujo tras otro, así era: se repetía ese patrón, como si nos hubiéramos copiado entre nosotros. Como si en la cabeza todos albergáramos el mismo paisaje idílico. Al llegar a mi dibujo a la profesora se lo congeló la sonrisa. Mostraba un volcán en erupción, llenando el cielo de fuego y cenizas, con la lava descendiendo por las laderas amenazadoramente. En mi defensa tengo que decir que era un dibujo impactante y hermoso al mismo tiempo, con mucha fuerza expresiva. «Bueno, siempre hay algún rarito», se lamentó la profesora dando un ostentoso resoplido. (Supongo que si me hubiera pedido lo mismo un psiquiatra habría dibujado algo completamente diferente, para que no llegara a la conclusión de que soy un enfermo mental sin remedio. No hay que ponerles tan en bandeja de plata su dictamen, digo yo). El caso es que como esta semana los volcanes ocupan páginas y más páginas de la información, me ha venido este recuerdo de forma nítida y clara (y eso que estaba tan olvidado como un viejo volcán, pero mira tú por dónde, de pronto ha brotado). Me siento otoñal, como un abuelo Cebolleta contando batallitas mientras caen las hojas y las cenizas.