Hemos visto por televisión a felices parejas que sonríen mientras se fotografían (se hacen un selfi) con la tragedia del volcán de La Palma de fondo. Una lengua de lava se traga una casa y ellos aprovechan el momento. La expresión Carpe diem cobra así un sentido macabro. Hay algo perverso en posar sonrientes ante una inmensa desdicha. Es como hacerlo ante la entrada del campo de exterminio de Auschwitz. Hemos sabido que muchos turistas han asistido al terrible acontecimiento de la isla con respeto y solidaridad. Pero también ha habido visitantes ebrios de emociones que admiraban, regocijados, el asombroso espectáculo de la naturaleza, mientras a su alrededor lloraban desconsolados los propietarios de casas, comercios, granjas y tierras. La comedia puede ser tragedia más tiempo, pero si le quitas el reloj de la ecuación, el resultado es grotesco, humillante, cruel.

El drama de la isla de Palma, que no se libra de la saturación mediática, nos ha indignado, además, por la evidente falta de organización. Cientos de personas tuvieron que salir pitando de sus hogares tras la primera explosión. Les obligaron a esperar durante días, impotentes al ver que el magma avanzaba muy despacio y ellos podían haber salvado sus bienes muy deprisa. Cuando comprobaron que aún quedaba tiempo, tuvieron permiso para acercarse a sus casas y salvar algo, pero solo en quince minutos. Y muchos de ellos habían tenido tiempo de sobras para recuperar casi todo. Quizá entorpeció las labores de rescate la avalancha de curiosos, que al principio provocó atascos en las carreteras. El jueves pasado, un colegio sucumbía tras varios días abandonado. Con una organización más eficaz, la tragedia hubiera sido menor.