A la crisis del microvirus del covid hay que añadir la de los microchips de los coches, aviones, lavadoras y demás aparatos inteligentes, con lo que estamos doblemente jodidos, infectados de fiebre y convalecientes de inflación.

Según muchos afirman del covid, también la epidemia de los transmisores eléctricos (o de su carencia, más exactamente) procede de China, y puede durar años.

Porque es este país, China, aunque en bastante menor medida que Corea y Taiwán, el fabricante de microchips de cuyos suministros dependen en medio mundo plantas y cadenas de producción, como Stellantis en Zaragoza.

Sin esas diminutas piezas transmisoras que canalizan órdenes eléctricas no hay motor ni vehículo alguno. A su insuficiente ritmo de fabricación hay que añadir los problemas logísticos, la falta de transportistas o aquel accidente en el Canal de Suez que tuvo en vilo a cientos de receptores de tan vitales e imprescindibles microchips.

Pero, ¿por qué, si tan necesarios son, no se fabrican los chips en otros países? ¿En Estados Unidos o en España, por ejemplo? ¿Por qué solo Oriente, en especial ese pequeño país, Taiwán, tiene el monopolio de estas piezas estratégicas de la industria mundial?

Hasta ahora ha sido así, responden esos mismos sesudos analistas tradicionalmente incapaces de predecir una crisis o la salida de ella, una inflación o su fenómeno reverso, una recuperación o una recesión. Todo depende, en economía todo depende... ¿De qué? Del mercado, sostienen los augures. ¿Y a quién pertenece, de quién es, quién regula dicho mercado? Es que no hay uno, sino muchos, nos dicen los sabios... Y dependen, verán ustedes, unas veces del precio del gas, otras del petróleo, o de ambos... ¿Y de quién o de qué depende el precio del gas, del petróleo o de ambos? Pues unas veces del abuso del consumo, otras de algún conflicto bélico, en ocasiones del propio mercado, depende, en fin, todo depende...

Pero lo que sí pende cada vez más cerca de las cabezas de los ciudadanos españoles, inocentes paganos, es la inminente amenaza de (además de no entender el mercado global ni saber dónde están sus terminales), no poder ir a comprar a fin de mes al supermercado de la esquina. Eso sí que se llama crisis.