En Zaragoza no tenemos malecón, no tenemos un mar de plata, ni siquiera tenemos canales al estilo de Venecia o un puerto veccio donde olvidar a los malos amores y brindar por los que están por llegar. No tenemos un proverbio, ni un poema silbado al viento en tardes de cierzo; tampoco tenemos la Concha ni el perfil de peña Oroel rasgando el cielo y el paisaje. No tenemos muchas cosas, es cierto, porque no tenemos mar ni grandes montañas ni lagos o ibones donde resbalar con audacia bajo la estela de nubes embobadas y silenciosas.

Pero tenemos Zaragoza que es lo más, tenemos esa ciudad que me contagia su esperanza de ser sin olvidar y perdonando, y que en ocasiones desactiva todas mis alarmas y me invita a recorrerla como si fuera la primera vez y en esa primera vez me sumerjo con todas las personas a las que amo y a cada una de ellas le dedico un rincón de esta ciudad, que es mi ciudad en mayúsculas y férreamente ligada a mí en todos los instantes que me han descubierto que ella me iba a cuidar cuando deambulaba sola en madrugadas saciadas de alcohol y drogas, o cuando me introducía sigilosamente en el Pilar para atravesar el túnel de los deseos y pedir por mi bisabuela, a la que en el paseo María Agustín arrasó una moto y su pequeño cuerpo fue recogido por la Hermandad de la Sangre de Cristo mientras la vida continuaba en casa, a tan solo unos metros del lugar donde su vida se desdibujaba en el asfalto. Dicen que Zaragoza tiene magia porque es heredera de árabes y romanos y en su constancia cosmopolita saluda desde todos y cada unos de esos puentes que vigilan al Ebro, épico y grandioso. Zaragoza es el Pilar y es el Ebro y por eso los zaragozanos necesitamos ver y abrazar a nuestro río, porque de alguna forma es la carretera de nuestra vida y es la columna vertebral de una ciudad milenaria de la que reconozco sus esquinas, sus heridas y su deseo de sobrevolar los tiempos y los miedos y sentirse el lugar donde la vida discurra traviesa, sosegada, intrépida, valiente y eterna.

Zaragoza es un momento y siempre lo he vivido porque en sus casas he soñado los muebles, todos, el viejo papel de la pared, la radio sonando y ella culpándose por no podernos ofrecer más, como si ser ciudad fuera tan fácil y eso Zaragoza lo sabe y por eso susurra a la vida desde todos los rincones donde ésta se disputa y se batalla en todos los lugares donde se habla de ella como si ella no tuviera sentimientos, ideas o fuera simplemente muda.

Zaragoza tiene el sentido y la razón y si nos cuida hay que cuidarla, porque quizá un día nos diga que está cansada y que el único acierto que ve al futuro es dormir y dejar que los endecasílabos de su historia nos encadenen por no haberla sabido cuidar, mimar, amar y escuchar. ¡Qué sería de mí sin ti, Zaragoza! .