Hay estaciones que llegan acompañadas de la fuerza que les caracteriza: el verano, por ejemplo, con ese señorío sobre la luz convierte el día en algo bastante parecido a una apoteosis de la vida. Otras en cambio, se acercan dubitativas, como pidiendo permiso, tal vez porque saben que no van a ser tan bien recibidas como su predecesor: es, creo yo, el caso del otoño. A mí, que nací en otoño, nunca me ha extrañado su humildad, y es que si bien se piensa es la única etapa del año a la que no acompañan unas grandes fiestas. Claro, Zaragoza es un caso un poco aparte, por sus fiestas patronales, de las que, dicho sea de paso, no tengo muy claro si este año las hay o no las hay.

A juzgar por las palabras de ciertos responsables parecería que no, pero si nos fijamos en las actividades previstas… yo diría que un poco sí. Qué lío, esa incertidumbre que en los últimos tiempos todo lo envuelve ha conseguido que la posverdad haya alcanzado territorios que nunca hubiera creído colonizables, y es que una ya no sabe si estaremos en fiestas o no. Supongo que eso también depende de a quién se le pregunte y cuáles sean sus intereses más o menos ocultos, en fin… A mí me parece que podría decirse que el otoño hace de la necesidad virtud y es que no tiene más remedio que aceptar y defender su sencillez, una sencillez que viene dada por una parte por el eclipse al que le someten la primavera, el verano e incluso el invierno, los tres más poderosos y por tanto con un impulso dominador del que él carece. Y por otra porque humildes son sus colores, nada que ver con el blanco níveo, el azul luminoso, el amarillo vital o el verde esperanza, ahora es el tiempo de los ocres, los tostados y grises.

El otoño contiene en sí la sabiduría de quien serenamente se sabe pequeño y no porque renuncie a nada sino porque sabe, sin necesidad de reflexión ni abstracción, que la vida es cíclica y que todo está sometido bajo la égida de un eterno retorno de lo mismo. La primavera es promesa que ilusiona, el verano libertad que llena, el invierno compromiso mientras que el otoño conmueve, como conmueve cuando se ve que alguien llega, fatigado pero llega, cumpliendo con su inexorable deber. Tal vez me equivoque, es difícil de valorar, pero tengo la sensación de que es como si el otoño que estrenamos hubiera contagiado su condición a cuanto nos rodea.

La democracia, por ejemplo. ¿Acaso no sería ajustado decir que nuestra democracia parece fatigada?, ¿no llega algo cansada a lo que es el comienzo del curso legislativo? Como probablemente pensará mi amigo A. G. I., hacer coincidir el comienzo con el final tiene mucho de metafísico y de poético… Por un momento se me ocurre que si percibo a la democracia cansada tal vez sea debido a que hay muchos demócratas que también lo están, que están (estamos) entre aburridos y extenuados de las retóricas vacías y del exceso de teatralidad con que algunos tratan de colmar la vida democrática. No me extrañaría que la democracia, un poco como yo, tenga algo de astenia otoñal, para contrarrestarla no veo mejor opción que buscar por unos días, los de las dudosas fiestas, la luz del Sur, luz fuera de temporada.