«Todos tenemos un precio. Y el mío no es muy alto» afirmaba medio en broma medio en serio, alguien a quien conocí hace años. Pues resulta que sí, que alguno que diferenciaba entre valor y precio y aseguraba que él no tenía precio, pues sí lo tiene y es superior a los 400.000 y lo paga una eléctrica. No es el primero ni será el último. Qué mejor que capitalizar el paso por la política para acceder a un puestecito tan bien pagado y en el que alguno hasta afirmaba que se aburría.

Es de alabar que cuando alguien abandona el cargo se vuelva a su puesto de trabajo, a su actividad profesional, a trabajar en algo para lo que está preparado y es competente, faltaría más. No es el caso. Puerta giratoria, aunque el susodicho estuviera más fuera que dentro, no se representase más que así mismo y cada vez de las muchas que abría la boca, tan bien acogido en algunos medios, fuera para criticar al Gobierno y a su presidente con el que estaba públicamente enfrentado.

En política, lo sé porque todavía tengo algunos –pocos– amigos, hay gente que está por compromiso, por ideología, por las ganas de trabajar por el bien común. Y los hay por puro interés económico, por haber descubierto un ámbito en el que medrar, trepar y cobrar lo que nunca cobrarían en la actividad privada incapaces también de acceder a la función pública. Y eso explica la mediocridad rampante, las cuchilladas por la espalda a los posibles competidores, el salto de sigla en sigla y de cargo en cargo, sin principios, buscando el beneficio y punto.

La pena es que estos últimos, los trepas mediocres, impiden muchas veces reconocer a los que, sin necesitarlo, van a la política a servir, a buscar el bien de la mayoría, a construir una sociedad más justa e igualitaria, a demostrar que hay sociedad más allá del individualismo y el mercado. Los partidos, a menudo, seleccionan muy mal y no hay código ético que lo impida.