Las manifestaciones del pueblo español, al menos en apariencia, son cada vez más escasas. Las últimas, contra la política covid, sobre todo en Madrid; por la independencia catalana, sobre todo en Barcelona. Ambas en proporción claramente descendente, hasta la extinción (la primera) o la pervivencia cada vez más simbólica (la segunda). El resto de manifas vienen obedeciendo a temas puntuales, despidos, desahucios, tropelías medioambientales (Mar Menor), etcétera, pero… ¿Ha salido recientemente el pueblo español, en su conjunto, a las calles para reclamar un cambio real de política, o de gobierno…? No, hace mucho que no…

Al no ver ahora nuestros políticos grandes masas en las plazas y quedarse el pueblo tranquilamente en sus casas, comienzan a confiarse, a envalentonarse, interpretando su silencio como aquiescente obediencia, sumisión, aplauso incluso a sus decisiones. Pero nada, según reiteradamente les han prevenido grandes filósofos y escritores, más lejos de la realidad

Dostoievski, por citar un relevante ejemplo, escribió: «El rasgo más elevado y enérgico de nuestro pueblo es el sentimiento de la justicia y un ansia de ella. La fanfarrona costumbre de ponerse delante de todo el mundo y en las primeras filas, sea como fuere, se merezca o no, no existe en nuestro pueblo. Basta solamente levantar la cáscara exterior, artificial, y mirar la misma almendra más atentamente, más cerca, sin prejuicios, para descubrir en el pueblo propiedades que no sospechábamos. No es mucho lo que pueda al pueblo aprender de nuestros dirigentes. Es más, de él tendrían que aprender ellos».

Dostoievski incluyó este lúcido párrafo en su Memoria de la casa de los muertos, donde narró su experiencia como presidiario en Siberia. Imagínense un penal ruso de mediados del XIX, con asesinos, caníbales y una deleznable humanidad compartiendo grilletes: pues fue allí, paradójicamente, donde el autor de 'Los hermanos Karamazov' descubrió, bajo la violencia y la crueldad, las esencias de su pueblo, su vieja sabiduría, su ansia de rigor y justicia.

Como el ruso, como tantos otros pueblos, el español aguarda, observa, reflexiona… hasta que llegue el momento de manifestarse en las calles o en las urnas. Sólo él puede cambiar el destino, el país.