En esta tragedia de buenos y malos, de inocentes y culpables, que es la misma existencia de ETA, hay una extensa zona gris de la que estos días se está hablando poco: la sociedad civil vasca. La que no empuñaba armas, la que no votaba a la izquierda abertzale, la que calló durante tantos y tantos años.

Viví en Bilbao del año 85 al 90, en lo peor de los años de plomo. Cada vez que había un atentado, recuerdo a un puñado de personas de Gesto por la Paz manifestándose en la plaza San Pedro de Deusto, en silencio. Qué valientes, pensaba yo. Tampoco es que nadie los increpara, simplemente pasaban a su lado ignorando su presencia.

Esa sociedad, que como no iba con ellos, no se involucraba, vivía en un lugar hermoso con una gran calidad de vida. Vida, el que la podía vivir. Porque si militabas en el PP o en el PSOE, tu existencia se complicaba extraordinariamente. Cuando ahora hablamos con admiración de ese PNV de Aitor Esteban, un prócer en comparación con algunos otros diputados, no puedo evitar acordarme del PNV de Arzalluz, ese político ambiguo, excluyente y un punto racista con los no vascos. Es importante tener memoria, sí. Precisamente la que no está demostrando una buena parte de la sociedad vasca. ETA acabó hace diez años y sus hijos e hijas no saben nada de esa tragedia, que se gestó en su tierra y extendió el sufrimiento por todo el país. Y no lo saben porque en casa no se habla. Ni se hablaba antes ni se habla ahora. Otegi ha dado el paso, pero a lo mejor lo tendrían que dar algunos padres y madres de familia, sentándose delante de esos hijos que no saben nada y contándoles la historia de por qué callaron tantos años. Que sepan los chavales, que juzguen ellos mismos.