Buenos días, un cortado y uno de historia, por favor. –¿Con leche caliente o del tiempo? ¿Le pongo una de revisionismo o prefiere algo bien rancio? Le advierto que nunca me gustó esa historia por la que pregunta usted y mucho menos que haya leído nada al respecto, pero descuide que de opiniones aquí vamos bien servidos.

– Caliente, muy caliente. Y póngame un poco de las dos, si no le importa, aunque todo sea dicho, la verdad es que tampoco pensaba escucharle. Yo preguntaba para dar pie a mi historia. Y no se crea usted que es hablar por hablar o hablar al cuadrado, que yo sí soy un hombre leído. Bueno, ciertamente no leo nada, pero hace mucho tiempo ojeé un párrafo en Wikipedia…

Sin duda, llama la atención como, al calor del griterío propiciado por unas estatuas derruidas, la fiesta de la hispanidad, un «pedid perdón» y unos cuantos «pues tú más», «y si somos los mejores bueno y qué» todos acabamos alzando la voz. Una muestra más de porque el silencio, ese al que siempre nos empeñamos en acallar, sabe mucho más de elocuencia que la suma de nuestros relinchos.

El problema, como en casi todo, es de índole estructural. No se trata solo de la desafección por la historia y su desconocimiento. Tampoco se puede achacar únicamente a que, en tiempos de lo postfactual, cada uno tenga su verdad, o mejor dicho su posverdad. Poco importa que esta tenga algún sustento mientras esté cimentada en nuestra cuenta de Instagram y nuestro ridículo mantra del «porque yo lo valgo». Porque si toda opinión es igual de válida, independientemente de la argumentación que la consolide, tendremos que expresar la nuestra, aunque sea a expensas del personal. De igual modo, podemos examinar el eco de los que gozan, tanto en los medios de comunicación como en nosotros, sus consumidores, titulares más volcados en promulgar la ignorancia a los cuatro vientos que en paliarla. Basta con ver cómo se difunde la opinión de los historiadores en el gran espacio que le dan los medios –esto es, ninguno– para hablar de «Historia», con mayúscula. Mejor comprar asiento en primera fila del cuadrilátero para presenciar el enfrentamiento de titulares del tipo «las 10 maravillas que hicieron los españoles tras la llegada a América» frente a «los 10 crímenes más escandalosos que perpetraron los españoles». Reflexionar sobre la época, coyuntura, contrastar datos o, simplemente, considerar qué era eso de «España» no vende y hay que atender a los «compradores de medios». Así que ya sabe, un titular con buenas dosis de anacronismos inflados por nuestra «ijnorancia», - ¡uy!, ¿o ignorancia se escribe con «g»?, ¡bah!, qué más dará y ya vamos más que servidos. Que aquí lo que prima no es la «Historia», sino las historias en minúscula o, si lo prefiere, y con todo el respeto a los cómics, las historietas.

Un cortado y uno de historia Antonio Postigo

Pero ocuparse de todas las causas, decía, hace que la cuestión se torne más compleja. Porque, en efecto, estas son numerosas y están interconectadas en una red configurada en el individualismo en la que, cada vez con mayor fuerza, parece prevalecer el desconocimiento y, por ende, el interés por mitigarlo. El problema es por tanto peliagudo, más que por las sinergias construidas en esa malla que nos atrapa como peces sin mar, porque, de alguna forma, somos parte y cómplices de ella, arrastrados por el cebo de un titular, el consumo, más que de la información, de la desinformación, con el fin de poder opinar cuando antes mejor. Lo que sea de lo que sea. Aquí todo vale con tal de no propiciar espacios de diálogo que den cabida a los que realmente deberían hablar: los historiadores. Es preferible tirar de expertos en opinar de todo para llegar a una gran nada. Y si por algún casual nos viéramos obligados a dar pie a un historiador o, peor aún, a alguno de sus libros, no se preocupe, que ya nos encargaremos nosotros de que sea uno de esos forjados en el análisis y el estudio y escogeremos alguno engalanado arropado por un titular envuelto por alguna bandera, de esos que saben arrastrar al público hacia el precipicio de su ideología unívoca. Mejor así, no sea que les dé por acercarse de verdad a la historia, sin «telas» ni aspavientos, y acaben por desapegase de sus mentiras. Porque en una sociedad enfrascada en el individualismo no cabe dejar hablar al que sabe, no vaya a ser que se rompa el frasco y acabemos por ver nuestro reflejo en los cristales rotos.

Así que a seguir opinando y a llenar más el cántaro, o la taza, con nuestra opinión, porque en definitiva de eso se trata, de agitar nuestros mástiles para que se oiga nuestra voz, ya que, al fin y al cabo, lo que realmente ocurrió en el pasado, en verdad nos importa un estupendo Sr. Bledo.

Y así estamos, con la taza a rebosar de nuestro ego y sin espacio para el conocimiento del otro. Ese que, a nuestro pesar o con él, es posible que además de existir pueda tener mucha más certeza de la que cabe en nuestro ombligo. Otra cosa ya sería indagar en la calidad de la leche de la vertida en la segunda taza… siempre se puede tener buena o mala, muy mala leche. Ya sabe usted, no solo apostar por la «Historia» sin mitificaciones y acercarnos a ella de verdad, sino también seguir invirtiendo en investigación, porque buenos investigadores hay, pero dinero, como diría Robert E. Howard, eso es ya otra historia…