La tensión que provocan las variables que sostienen el difícil equilibrio de la Unión Europea –espectro ideológico, visión geopolítica, intereses nacionales– es la de cualquier proyecto político ambicioso, pero a una gran escala continental y que afecta directamente a las raíces del mismo concepto de Estado nación. Es una crisis perpetua, un constante proceso de cambio como estado natural de un sistema nacido para estar en constante evolución. Es la construcción mediante pequeños avances y alguna readaptación, una sucesión de choques entre puntos de vista, federalistas y nacionalistas con sus grises intermedios, que empujan hacia sus intereses particulares.

Por uno de estos extremos moja las carillas del periodismo especializado el balanceo relativamente reciente de Hungría y Polonia, como líderes de un grupo –Visegrado– que empuja hacia una visión sobre la integración europea diferente a la corriente tradicional de sus homólogos más occidentales. Tanto es así que se considera desde hace tiempo que sus movimientos han cruzado la línea del euroescepticismo, rondando las propuestas de partidos minoritarios de extrema izquierda y derecha de otros Estados Miembros.

Sin entrar en el círculo vicioso que llevó al Reino Unido a buscar conductores de camión entre los contenedores que esperan parados en sus puertos, estas corrientes tienen su trasfondo particular.

Hungría es sencillo de explicar, difícil de comprender. Orbán, con su Fidesz, gobierna sin una oposición con capacidad de alternativa desde 2010. Visiones más nacionalistas y proteccionistas que las que priman en otros países occidentales, así como un populismo económico y social sin gran contenido intelectual, transcurre por unos discursos que han sido sostenidos por cuantías ingentes de fondos europeos destinados a equilibrar las enormes diferencias interterritoriales que desenterraron su reciente entrada en el Club. Le ha funcionado; tanto que se ha quedado sin cabezas de turco en su país que le permitan hacer cortinas de humo y desviar la atención en periodos electorales. La solución ha sido crearlas fuera de sus fronteras: Soros y tintes antisemitas; un «globalismo» abstracto que aprovecha corrientes resistentes –y, por qué no, en ocasiones estimables– frente a la llamada woke culture, pero que mezcla con teorías conspirativas; universidades y oenegés financiadas por esos supuestos intereses; y la UE y Juncker como vía de entrada de estos males en su país. Menuda pócima.

Es tosco, conflictivo y peligroso, como cualquier demagogia populista, pero, a estas alturas de la historia democrática no es extraño un nuevo ejemplo de gobierno que construye supuestos enemigos externos para justificarse en el poder. Será el caso más sonado dentro del bloque UE, pero posiblemente por su éxito, y porque proviene de la derecha.

Polonia ha sido más sutil. El PiS –Ley y Justicia– polaco es un reflejo de su sociedad. Es un país conservador, con una amplia mayoría católica que quiere, en gran medida, políticas sociales que sigan dichas preferencias. Que el PiS gobierne desde el 2015 no es una sorpresa. La confrontación con las instituciones europeas no era tan brusca, pero acaba haciendo mella. De una forma menos comunicativa y más práctica, Polonia sigue el camino de Hungría al usar a la UE como chivo expiatorio, aun teniendo una población muy europeísta.

Con ello, y como todos, Polonia ha ganado y perdido pugnas políticas tradicionales, en muchos casos de la mano de España, pero con algún que otro órdago y toque de atención ante cuestiones políticas más sociales y medioambientales sobre las que pueden ganar réditos a nivel nacional. Ambos gobiernos saben que su alianza bloquea un posible avance de la aplicación del Artículo 7, hecho que les dejaría como meros sujetos de derecho dentro del acervo de la UE –sin capacidad de acción–, y por ello se envalentonan. Es más, de existir una hipotética posibilidad de expulsión de un Estado Miembro, seguramente esta funcionaría también por unanimidad de los restantes, dejando a la UE en la misma situación.

No obstante, la reciente sentencia del Tribunal Constitucional polaco no es solo una vuelta de tuerca más, ya que rechaza un principio básico que sostiene la UE. Desde el famoso caso Costa-Enel del 64 se asume la primacía del derecho comunitario ante el nacional; no podría ser de otra forma, es la única solución para que una organización internacional funcione en la práctica. Por ello, los Estados lo asumen al entrar en el proyecto, adaptan su legislación y aceptan las normas establecidas para elaborar los procedimientos legislativos que se van a terminar aplicando. Si no, todo se queda en buenas intenciones.

Se ha aclarado repetidas veces que, pese a ello, la soberanía nacional se cede pero no se pierde por este «préstamo», y el artículo 50 lo deja bien claro: siempre pueden retomarla por su cuenta y riesgo. Así pues, por mucho que algún columnista presente opiniones erróneas, no se pierde soberanía por esta cesión, y las constituciones nacionales no se vuelven leyes de segunda por asumir las políticas europeas.

El trasfondo de este caso es la batalla por lograr su ansiado control judicial. El Constitucional polaco –en la nada sorpresiva línea del PiS–, al decidir que en aquellos ámbitos en los que la UE no ha asumido competencias directas sus decisiones no priman sobre las constitucionales del país, corrigen a la Comisión como garante de los Tratados. Ese es el motivo por el que esta institución vigila la correcta separación de poderes de un país, un pilar del Estado de Derecho que se requiere para su permanencia en el Club. Esta decisión, que es una bomba jurídica, también podrían extenderla a otros ámbitos que rozan las políticas sociales nacionales –opiniones sobre el aborto, eutanasia, matrimonio homosexual que surgen del Parlamento Europeo–, pero peccata minuta, en estos términos, en comparación con la separación de poderes.

Hace años estas pugnas no contaban con la respuesta del bloqueo de los fondos por incumplimiento del derecho de la UE. No es poco para unos países tan dependientes de los mismos – que nos lo digan a España–, pero es casi lo único a lo que realmente se pueden aferrar las instituciones, más allá de la presión política. La situación económica actual debería facilitarle la tarea a la UE, ya que sería razonable que un gobierno decidiera retractarse en una batalla jurídica de este tipo a cambio del desarrollo y bienestar de sus ciudadanos, pero la razón hace tiempo que llena el cementerio político de nuestro continente.

Sea o no suficiente para que Polonia recule antes de caer en pozos más profundos, o que el PiS aguante hasta sus elecciones de 2023, lo que hemos comprobado por la vía dura es que, frente a la UE, el Juego de la gallina sin frenar a tiempo no beneficia a nadie entre el Atlántico y el Bug Occidental.