«¡Qué escándalo! ¡Qué escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!». El capitán Renault se hace el ofendido y justifica así una redada en el café de Rick, justo antes de recoger sus ganancias. El sarcasmo del gendarme francés, en la película Casablanca (1942), recordaba lo que ocurrió esta semana en el Congreso. «¡Qué escándalo! ¡He descubierto que en este país se consume cannabis!», les faltó por exclamar a algunas de sus señorías. Íñigo Errejón, de Más País, expuso el martes la primera de las iniciativas para regularizar el consumo y la producción del cannabis. Lo hizo con un razonamiento correcto y un lenguaje sencillo. Pero no fue suficiente. PSOE, PP y Vox parecían estar convencidos de que la droga no existe en España, de que no mueve miles de millones de euros, que van a parar a las mafias, y de que Errejón quiere introducirla para destruir a esa sana juventud que acaso aún canta «una espiga dorada por el sol», sin saber si la espiga es de trigo o es fibra de cáñamo.

A veces, los partidos mayoritarios rechazan propuestas porque no se les ha ocurrido antes a ellos. O porque resultan incómodas. Pero dentro de un tiempo, cuando los gobiernos socialdemócratas, liberales o conservadores de Europa comiencen a legalizar el consumo del cannabis, ellos imitarán sus pasos. Descubrirán que esa nueva industria aporta, como el tabaco o el alcohol, un buen porcentaje de los ingresos tributarios del Estado. Descubrirán, ¡qué escándalo!, que la prohibición jamás impidió a cualquier chaval de catorce años ponerse ciego de porros. Y comprobarán que, al igual que una ley del aborto no obliga a abortar, una ley sobre el cannabis no obliga a consumir ni maría ni hachís ni leches en vinagre.