El décimo aniversario del anuncio por parte de ETA del cese de la violencia terrorista nos ha devuelto a la actualidad no solo el hecho puntual en sí sino también la historia de la banda que nació en 1959 como herramienta para luchar contra el tardofranquismo y acabó sobreviviéndolo treinta y cinco años. Llevamos dos semanas echando mucho la vista atrás y poco hacia adelante y, a mi juicio, con poca autocrítica de algunos sectores de la sociedad vasca.

Diez años sin ETA

Diez años sin ETA DALIA Moliné

De entre toda la ingente información llama la atención el hecho de que la mitad de los jóvenes vascos desconoce el origen y la trayectoria de la banda terrorista y el papel que ha jugado no solo en la historia de Euskadi sino en la de España. Parece lógico si se tiene en cuenta que muchos de ellos contarían con poco más de diez años cuando se produjo el comunicado de abandono de las armas, pero en torno a esa edad estábamos muchos cuando murió Franco y no todos lo vivimos solo como unos días de vacaciones escolares. Evidentemente esa información extra no nos vino dada ni en el colegio ni casi en el instituto, donde los capítulos alusivos a la dictadura constituían el final del temario de la asignatura y ya se sabe que, dicho con ironía, siempre se queda algo fuera. Nos venía por la casa y por la curiosidad de saber, aunque solo fuera, porque nunca se hablaba de eso en clase.

En el País Vasco durante 60 años han convivido con ETA. Pero de muy distinta manera. Las víctimas y sus familias, con el miedo dentro y repudiados. Los terroristas y los que justificaban y apoyaban su ideario imponiendo su ley. Personalmente no he pasado más de una semana en Euskadi, en dos viajes distintos, pero tengo los recuerdos de aquellas estancias grabados a fuego.

La primera fue un fin de año, al final de los ochenta, donde conocí de primera mano lo que era no subirse al coche, con matrícula protegida, hasta ver el resultado de accionar el mando a distancia, lo que era mirar a izquierda y derecha permanentemente, lo que suponía crearte una falsa identidad para sobrevivir en una sociedad generalmente esquiva con los maketos, y también la imposibilidad de caminar a la par de un guardia civil de paisano aunque este fuera tu amigo.

La segunda fue durante una de las últimas treguas de la banda. La única diferencia apreciable era interna, sentirte un poco más segura, pero en el mismo ambiente hostil: grandes fotografías de los presos en los balcones, pancartas exigiendo la independencia, pintadas y el mismo sentirse observada cuando entrabas en un bar y pedías un vino y unos pinchos.

Por eso oír ahora a dirigentes del PNV rememorar los años del plomo y empatizar con el dolor de las víctimas me retrotrae a los discursos de algunos de sus antecesores, a la enseñanza sesgada que se imponía en las ikastolas, al clero nacionalista que les daba cobertura no solo espiritual, o a los que con su indiferencia fueron cómplices del aislamiento de un sector de la sociedad. Y me chirría el discurso de aquellos que pedían el fin de la violencia y la canalización de las ideas a través de un partido y ya legalizados aún siguen considerándolos terroristas.