El día de Todos los Santos y el siguiente de Difuntos (1 y 2 de noviembre respectivamente) se celebran en todos los países de religión o tradición cristiana. Pero debido a las, por supuesto, legítimas y terroríficamente festivas celebraciones de Halloween (víspera del día de Todos los Santos) de raíz anglo-americana, su importante y verdadero significado está quedando distorsionado y desvirtuado.

Lo santo, como esencia del ser humano, no es el sueño de la razón sino su expresión más perfecta y signo de los progresivos esfuerzos de la humanidad, desde los inicios de la civilización, por comprender el mundo y la realidad que le rodea. De este modo, lo santo, lejos de ser ajeno a la cotidiana normalidad, forma parte esencial de la existencia.

De manera que la común acepción de santo (persona a quien, por sus valores y filantrópica labor, la Iglesia dedica –tras su muerte– un culto público y universal) no es sinónimo de perfección, sino de libertad y voluntad para alcanzarla. Por ello, de la dimensión de lo santo ninguna persona carece, ya que conforma su esfera más íntima y personal y se manifiesta en la esfera de lo público, en nuestra interacción con el medio en el que vivimos y en nuestra relación con los demás.

Lo santo no es sinónimo de levedad ni expresión de un pensamiento etéreo que comúnmente se atribuye a la malentendida santidad, sino que es sinónimo de alegría por saber reconocer la belleza y la bondad de todo cuanto nos rodea, en la certeza de que a todos nos aguarda un mismo fin, que es la muerte.

De acuerdo a lo anterior, la oración del Credo recuerda a los católicos la creencia, como miembros de la Iglesia, en la comunión de los santos, en un doble sentido: por un lado en la comunión de lo cristianos que participan en la Eucaristía y viven en la fraternidad de la fe; y por otro, en la comunión con los santos y difuntos ya fallecidos. En este caso, los cristianos orando en su recuerdo y solicitando su ayuda; y los santos y difuntos queridos intercediendo desde el Cielo ante Dios por nuestra felicidad en la Tierra.

Sobre qué nos deparará, la religión no aporta respuestas sino que nos enseña a hacernos preguntas: sobre la maravilla de nuestra existencia, sobre el sentido de la vida, sobre nuestro lugar en el mundo… Preguntas todas ellas que nos conducen por la senda de la Sabiduría y de la Verdad (con mayúsculas) teniendo como guías la caridad y el respeto hacia los demás. 

Por ello, el día en que la humanidad fie su futuro solamente a la ciencia, prescindiendo de su dimensión religiosa, habrá dado el primer paso para la pérdida definitiva de su condición humana. Y hacia ese futuro avanza inexorablemente nuestra sociedad globalizada, tecnologizada y tutelada por unas redes sociales que ya anuncian la pronta llegada del transhumanismo, el superhombre robotizado que nace, no como la vida, de la bondad, y de la intrínseca imperfección humana, sino de la pérdida de nuestros valores más esenciales.

Por ello, quizás sea bueno recordar al menos, en estos días, las palabras que el Papa Benedicto XVI pronunció en 2006 con motivo de la solemnidad de Todos los Santos: “Los santos no son una exigua casta de elegidos, y para serlo no es preciso realizar obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades”.