Hace unos días tomé un taxi y mantuve una de esas conversaciones casuales que con frecuencia se producen en los trayectos, solo que esta vez fue un poco diferente. El taxista me contaba que estábamos todos un poco raros. No se por qué, pero me dio por improvisar una respuesta que andaba meditando hace ya unos meses y con la que pareció que mi interlocutor estaba de acuerdo, incluso relativamente sorprendido; pero es bien posible que fuera simplemente que estaba considerando que el cliente siempre tiene la razón.

Cuando comenzó la pandemia en marzo de 2020 fui consciente, y así lo hablé con compañeros y amigos, de que ese horror que apenas comenzaba nos iba a cambiar de forma profunda como personas y como sociedad.

Corporeidad

Y así ha venido siendo. Durante meses nos ha faltado un bien básico: tocarse, ser conscientes de nuestra corporeidad. No ya solo poder abrazarse con la banalidad que lo veníamos haciendo en el día a día, sino ni tan siquiera pudimos durante muchos meses poner la mano en el antebrazo del amigo, del conocido, para manifestar apoyo y expresar la voluntad del consuelo.

Estamos experimentando una época de abrazos recobrados que nos sabe todavía a poco, a muy poco. Son muchos meses sin, los que se dan son profundos y sinceros, más largos y estrechos, pero sigue sin ser suficiente. Necesitaremos de un largo tratamiento de calor humano para curar las muchas heridas que se han abierto. Algunos todavía no se atreven por prudencia y precaución. Y con muchos otros seguimos con puños o codos. Aún queda mucho recorrido. Pero aún tenemos la oportunidad y seguramente lograremos recuperar los besos y los abrazos de otros tiempos. No en vano formamos parte del grupo de los homínidos y, o mucho me equivoco, o esto nos va en la dotación genética, así que no vamos a prescindir de nuestro propio ser evolutivo. Mientras tanto permanecerán las reacciones extremas en forma de negacionismos narcisistas y agresividad, que ojalá no hayan venido para quedarse y poblar nuestras pesadillas.

Devenir común

Otra cosa es lo que como sociedad consintamos perder a partir de este crítico episodio de nuestro devenir común. En estos meses se han acentuado de forma rápida determinadas tendencias que ya venían produciéndose. Los servicios presenciales de una enorme cantidad de sectores económicos van cerrando sus puertas poco a poco y son sustituidos en el mejor de los casos por atenciones telefónicas, muchas veces con largas locuciones robóticas que espantan al más preparado para el mundo digital. No digo que en ocasiones no resulten incluso resolutivas y rápidas, incluso mejores que lo que conocíamos anteriormente, pero seguro que coincide conmigo en que en muchas otras son una simple coartada para ponérselo más difícil al usuario, especialmente si de lo que se trata es de presentar una reclamación.

Los cierres de las oficinas bancarias y sus limitaciones horarias, por poner solo un ejemplo, resultan terribles para la generalidad de la población, incluso para los que usamos los servicios digitales, pero son catastróficos para los usuarios más vulnerables: mayores o personas con menor formación y, por supuesto, las personas que viven en tantas áreas de nuestro despoblado territorio.

Lo que resulta ya verdaderamente inexplicable es que esto siga sucediendo con determinados servicios públicos. Pasado ya el grueso de la pandemia hay muchos que no han recuperado ni un remedo de normalidad. Es inexplicable que no se vengan a recuperar, aunque sea parcialmente, los servicios presenciales; y parece todavía más inexplicable que se falte a la obligación de servicio y de apoyo a los más vulnerables, ofreciendo alternativas con supuestas ventajas organizadas en torno a servicios exclusivamente telefónicos o telemáticos, sin opción de atención personalizada y presencial.

Convivencia democrática

La presencialidad, como la corporeidad de la que hablaba al principio del artículo, son imprescindibles para estos pobres antropoides que, por genética, necesitamos un poco de ternura humana.

Claro, tiene razón en lo que está pensando, también será necesario que quien se ponga al otro lado del mostrador, no olvidemos que también al nuestro, debemos ser sinceramente corteses en nuestras relaciones para que esa ternura sea de verdad.

Para consolidar un modelo de convivencia democrático resulta imprescindible incorporar elementos aparentemente ajenos a lo que consideramos estructural: lo relacionado con la emocionalidad, la de verdad, no la que se usa para los mensajes fáciles de nuestra nueva forma de discutir; es para nuestra sociedad tan importante como la sangre que corre por nuestras venas. Nos falta ternura. Le propongo que nos pongamos a la tarea, la practiquemos y la exijamos en nuestra vida diaria.