Opinión | Editorial
Temor a la carestía y el apagón
Pocas cosas se extienden tan rápido entre la población como una alarma. Y si tiene tintes apocalípticos, todavía más. Estos días confluyen dos grandes temores, de naturaleza distinta, pero que se superponen: el de un desabastecimiento generalizado y el de un gran apagón. En ambos casos, la perspectiva de quedarse sin productos y servicios básicos genera una lógica preocupación social. Si seguimos lo que nos aseguran nuestros gobernantes y los sectores implicados, hemos de descartar el peor de los escenarios: hay una red de seguridad para que no nos falte lo indispensable. Por lo tanto, tranquilidad. Sin embargo, en este bombardeo de advertencias de carestías diversas, algunas de ellas tienen una base cierta. Y se suman a noticias que ya están sucediendo, como la falta de chips y de materias primas o la crisis energética. Una información veraz y contrastada es la mejor arma para saber discernir qué está ocurriendo en realidad y ante qué hay que estar preparados.
En el caso del desabastecimiento de suministros, es cierto que fábricas de todo el mundo sufren retrasos de proveedores que afectan a la producción. Hay un cuello de botella en los contenedores de mercancías que ralentiza el comercio mundial. Y la demanda supera con mucho la oferta, porque el consumo se ha reactivado más rápido que la capacidad de producción tras el parón por la pandemia. Eso encarece los precios, que se acabarán trasladando al consumidor final, que ya está experimentando los efectos de la subida de las tarifas de la energía. Los países y los organismos económicos vigilan la inflación (que en España fue del 5,5% en octubre) para adoptar, si es preciso, nuevas decisiones en política monetaria. A las puertas de la Navidad, las compañías están intensificando sus compras para tener estoc suficiente, es posible que se agoten los productos estrella más demandados, pero no se verán estanterías vacías, aseguran. La escasez de suministros afectará más al bolsillo del consumidor que a un auténtico desabastecimiento.
El hipotético gran apagón también es casi imposible. O por lo menos, en los términos extremos en que lo presentan los más propensos al catastrofismo. Austria despertó la alarma cuando instó a su población a prepararse para un colapso eléctrico indefinido. Algo que podría ocurrir en años. En España, tanto la ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, como Red Eléctrica Española (REE) han asegurado que el suministro eléctrico está garantizado. Y numerosos analistas del sector coinciden en que el sistema está preparado para responder ante cualquier fallo imprevisto. Pero la alerta sobre un apagón cala en un consumidor sensible a las noticias sobre energía, en un momento en el que los precios de la electricidad y del gas están subiendo y afectarán, de nuevo, a su bolsillo. No se prevé una normalización hasta la próxima primavera.
Después de una pandemia en la que se han vivido situaciones que parecían sacadas de la ciencia ficción, es más difícil que la gente descarte por improbable un nuevo episodio de gran afectación. También a principios de 2020 se hablaba de infodemia (sobreexposición informativa) para rebajar la gravedad de las amenazas del coronavirus. Es razonable que el ciudadano procure protegerse ante peligros futuros, sin que el temor domine a la razón, para lo cual es imprescindible combatir los rumores y noticias falsas manteniendo un buen criterio informativo y buenos medios.
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