Opinión
sergio Ruiz Antorán
Los abrazos reconfortantes
La soledad y la depresión aprietan en invierno en las pequeñas comunidades rurales
Si hay alguien ahí que sigue esta serie de artículos de neorruralismo existen tres alternativas: está empadronado en Tolva, en su DNI hay mínimo un apellido coincidente al mío o ha cometido algún delito grave del que mejor ni enterarse. Si es así sabrá que la semana pasada hablamos del duro invierno, esa estación que ennegrece los hemisferios rurales y es prueba de vida o muerte para los nuevos pobladores. Hoy la clase continúa donde la dejamos.
En estas épocas de horas menguantes de luz y termostato tiritando se oculta otro fenómeno que en los pueblos parece que existe menos y no es tan así. Hablo de la soledad. La evidente y la no tan evidente. Porque en nuestros pueblos quizá es reconocible esa figura del solterón o tieta que se quedó para vestir santitos, la viuda en constante lamento o el loco al que se deja de lado. Pero hay más.
Porque la soledad no es un estado de sumas o restas humanas. La soledad es un estado mental, un desamparo que poco importa que estés en una manifestación apretadita. Hasta en las megaurbes, esas de millones apilados en un arcén de metro, hay más solitarios que parquímetros. No te salva la densidad de la capital patera.
Porque la soledad, no juntarse con nadie, puede ser hasta una liberación. Muchos vienen al campo buscándola. El alivio de tener kilómetros a la redonda para perderse, parar y pensar, respirar silencio o divisar horizontes interminables sin sombras humanas es un aliciente al abordar la huida campestre. Es una soledad buena si es buscada y controlada, en la que se disfruta más del contacto porque es realmente deseado. No siempre es así.
Porque hay otra más dañina. Esa en la que uno deambula por una vida insulsa, triste, deprimida, de rutina en rutina, cabreado con la existencia... Esa sensación se recrudece en este tiempo de noches eternas y poca calle. Solo hay que visitar un bar de cualquier pueblo para comprobar cómo el alcoholismo no es un problema menor y detrás de la barra fluye la soledad y, luego, el problema real, la depresión.
El trago no alivia esas supuestas penas, las agrava. Lo malo es que el auxilio profesional y psicológico, como todo por aquí, es poco pese a los esfuerzos de los servicios sociales. Por eso, en estos casos, la primera asistencia debe ser de uno mismo, reconocer el problema, asumirlo y pedir ayuda. Porque, entonces, el pueblo solo te dejará solo si quieres. Siempre habrá una silla sin reserva para un guiñote, un café con tertulia con el vecino o un familiar cercano o lejano para dar ese abrazo reconfortante.
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