Por el momento es imposible impedir la muerte, pero si de ustedes depende, hagan todo lo posible por seguir vivos; porque morirse en España conlleva gastos extraordinarios. Un entierro medio cuesta entre 5.000 y 8.000 euros, aunque hay muchas variables.

Las empresas dedicadas al noble oficio de enterrar a los muertos son negocios muy rentables, y, además, disponen de una magnífica información, porque cuando alguien fallece en un hospital, no tarda ni unos instantes en aparecer una de ellas para ofrecer sus servicios a la familia del difunto.

Como tantas otras cosas en España, el precio de los entierros encierra una serie de misterios insondables. Las funerarias aprovechan del estado de shock en el que se encuentran los familiares del difunto, que no cuestionan los desorbitados precios que se les presentan en los correspondientes catálogos. Así, un ataúd puede costarle al cliente unos 2.000 euros, cuando su precio en una carpintería es muchísimo menor (pregunten y verán); una lápida para un nicho, que no es sino una sencilla placa de piedra con unas letras grabadas, puede costarle 750 euros, cuando un metro cuadrado de buen mármol, que da para tres lápidas, le sale por 30 euros (hay que añadir el coste de la inscripción, claro); una corona de flores puede encontrarse por 70 euros en una floristería, pero le saldrá por 250 si es para un entierro.

Además del abuso en los precios, asombra la extraña «distribución» de los cadáveres. Lo habitual es que en los hospitales se presente, como caído del cielo, un atentísimo empleado de una funeraria y que ofrezca sus servicios a los familiares, sin que se les dé apenas tiempo para sopesar otras ofertas y alternativas. Llama la atención el peculiar reparto de este negocio. En la ciudad de Zaragoza, por ejemplo, hay 22 funerarias, para unos 8.000 fallecidos cada año (casi medio millón en toda España, con la salvedad extraordinaria del incremento de un 20% en estos dos últimos por la pandemia), lo que supone que cada funeraria atiende a un fallecido cada día. ¿Curioso verdad? Hagan cuentas y comprobarán qué volumen de negocio y de beneficio supone todo esto.

Desde luego, el negocio de la muerte encierra otros muchos misterios y secretos, como la información privilegiada (¿quién llamará desde los hospitales a las funerarias?), una curiosa legislación que obliga, por ejemplo, a la absurda práctica de quemar un ataúd de madera en caso de incineración, y otras cuestiones no menos extrañas.

Lo dicho, si pueden evitarlo, no se me mueran.