La larga pandemia ha ofrecido miles de trágicas razones, muerte y ruina, para que a estas alturas nadie se atreva a jugar con la salud pública. En cambio siguen existiendo los negacionistas y quienes irresponsablemente se resisten a inmunizarse contra el covid. Parece increíble, pero es así. Puedo entender las discrepancias con la gestión política de la crisis sanitaria, de la que las autoridades se han desentendido en muchos momentos, errado en otros y también acertado, como prueban los altos índices de vacunación entre los mayores del país. Pero los argumentos de los que rechazan las vacunas resultan totalmente inaceptables. El escepticismo o la desidia no son opciones cuando el negacionista pone en peligro la vida del prójimo y se convierte en un instrumento de contagio. No hay libertad que valga que atente contra la de los demás y los exponga al virus sin motivos.

Las medidas que algunos países europeos han empezado a aplicar y otros están estudiando contra el comportamiento cerril y egoísta de la población que se opone a ser vacunada entran dentro de lo razonable. Si ante una previsible nueva ola de contagios alguien insiste en llevar la contraria al sentido común blindándose obstinadamente frente a la vacuna, los gobiernos deben actuar en consecuencia disponiendo de una legislación que permita confinarlo hasta que se le aclaren las ideas. Frente a la libertad de movimientos del que no está inmunizado y se resiste a la vacuna con no sé qué pretextos peregrinos debería prevalecer otro derecho constitucional y fundamental que es de la vida. La propia y, en este caso que nos ocupa, la ajena, que empieza a encontrarse amenazada por los negacionistas. Con Abascal, líder de Vox, cunde el peor ejemplo populista cuando sencillamente se resiste a decir si se ha vacunado o no, alegando que se trata de un asunto que afecta a la intimidad y, a la vez, alimentando cierta corriente de voto incomprensible a su favor.