Me han preguntado en diversos ámbitos cuáles son mis impresiones del acto del pasado sábado en Valencia y creo que esa reunión de mujeres valientes marca un antes y un después en la forma de entender la política por parte de la izquierda plebeya, transformadora; por parte de la gente inquieta a la que no le gusta el cariz de los tiempos que nos ha tocado vivir, por la obscena desigualdad a la que ha sido arrojada una parte importante de la clase trabajadora que no llega con su sueldo a final de mes, que no tiene garantías de estabilidad ni en su empleo, ni en su vivienda (con unos alquileres desbocados) a las que la subida de la luz o de los alimentos les provoca un grado de angustia que repercute en su salud. Un país con graves problemas de Salud Pública y en lo personal con muchísima gente, fundamentalmente jóvenes, con su salud mental quebrada.

Y desde la sencillez de estas mujeres, ejemplares para su generación y también para cualquier ciudadano sensible, nos dicen que no hay recetas milagrosas, que debemos preocuparnos los unos de las otras, que no podemos abandonar el sentido de hacer política, no solo porque otros la harán por nosotros, sino porque el sentido de la política es el del intento de conformar entre todas unas condiciones materiales: de alimentación sana, de acceso a la energía, al agua, a la salud, a la educación... que permitan realizar una vida que valga la pena de ser vivida. Política, por tanto, igual a vida y, por tanto, alegre y, por tanto, plena de afectos.

Darle sentido a palabras como libertad e igualdad, que deben caminar juntas, porque algún sabio decía que no hay libertad si no puedo mirar a la cara a mi empleador y sostenerle la mirada. ¿Cómo salir de esa ruleta infernal que se ha conformado y normalizado en torno nuestro, a base de individualismo, aislamiento comunitario, soledad, humillación, sometimiento, en suma, a los poderosos? Y es ahí donde emerge el feminismo, encarnado en los cuerpos de esas mujeres diversas, valientes, luchadoras, hijas del pueblo, que desean continuar haciendo una vida normal, no la del poder, el boato o la tontería (en el sentido de aparentar permanentemente lo que no es), en la que se mueve gran parte de la clase política de nuestro país.

Un feminismo que baja la política al mundo de lo real, de lo que vivimos todos los días. Que pone a las personas en el centro, en la que nos reconocemos como seres vulnerables, que en algún momento o momentos de nuestra vida, hemos sido dependientes de terceras personas, de nuestros padres cuando éramos pequeños o de nuestros hijos cuando nos hacemos mayores, o de personas desconocidas cuando estamos malos o no tenemos familia que nos cuide –¡qué gran lección de humanidad nos ha dado la pandemia!–. El feminismo nos incita a hablar de comunidad de esas redes solidarias ¡otra lección a extraer de la pandemia!, que dejaban la compra o los medicamentos de la farmacia en el rellano de los domicilios de vecinos (muchas veces desconocidos) que se habían contagiado.

Pero estas mujeres valientes hablan de algo que la clase política tradicional lleva años guardando silencio: un proyecto de país. Un proyecto que ha tenido ya sus ensayos previos en los años de Gobierno de los ayuntamientos del cambio de los que Barcelona sigue siendo un referente no solo en el resto del país sino con proyección europea y mundial: ampliación del parque público de vivienda, políticas de cuidados, de atención también a los que cuidan, políticas de movilidad, de una transición energética justa impulsada y gestionada por la propia ciudadanía. Proyecto de país en el que la defensa de lo público, de la plena realización de los derechos sociales, se erige en una prioridad clave: empleos dignos y de calidad, educación publica con suficiente dotación económica (también para pagar dignamente a los docentes) sin segregación como la hace la privada, sin privilegios como ahora detenta la concertada; una sanidad publica con dotación de medios suficientes para seguir cumpliendo con esa prestación universal del servicio de salud para todos, impidiendo que la sanidad privada sea un factor de descapitalización de la pública.

Seguir ahondando en ese proyecto de país exige el concurso, la participación de las nuevas generaciones y para ello hay que dotarles de capacidad de decisión y nada mejor que un proceso constituyente donde se renueve un contrato social hoy marchito tras la Constitución del 78. Son 43 años en los que nuevas generaciones tienen su visión de país y a las que habría que dar la palabra. Deberían tener oportunidad, porque el derecho a opinar ya lo tienen: sobre una Renta Básica Universal con su lógica Reforma Fiscal progresiva, una reforma en profundidad del Poder Judicial para que sea representativo del conjunto de la sociedad y no reproductor de élites conservadoras, una reforma del Estado aligerando sus funciones a través de un gobierno federal, una reforma de la financiación de los ayuntamientos para que sea un poder más en pie de igualdad con las regiones, nacionalidades y el Estado Central, unas formas de Gobierno Republicanas como corresponde a un país del siglo XXI, una democracia participativa en suma con mecanismos que propicien la deliberación: foros, asambleas ciudadanas, referendums… Pero también, y sobre todo, una democracia en la que todas tengan cabida. Lo expresaba muy bien Fátima Hamed: la diversidad, la pluralidad no están reñidas, una democracia incluyente tiene que abrazar y dar cauce a todos aquellos que se han visto marginados por una formas políticas caducas, esto es, grupos vulnerables, colectivos de inmigrantes, mujeres racializadas, colectivos LGTBIQ, limpiadoras, cuidadoras, mujeres en general que en el día a día sostienen la vida contribuyendo a su reproducción y cuidado.

Todo un canto a la vida, a la esperanza en el cambio, a la confianza en nuestras propias fuerzas. Gracias amigas por ayudarnos a soñar despiertos.