El último discurso de Pablo Casado ha hecho dudar a muchos sobre la libertad de expresión. A numerosos oídos, la frontal negativa del presidente popular a que en el PP haya independientes, individualidades, opiniones, ha sonado a censura. Frases suyas como «Esto no es un concurso de talentos» o «Aquí no caben personalismos», apenas parecen disimular el oculto deseo de controlar todo resorte crítico y combatir cualquier manifestación de inteligencia individual que ose proponer una línea diferente de actuación en asuntos o temas que impliquen al PP.

Casado, un hombre del aparato, forjado desde su más tierna edad política en el seno de su partido, proclama sin tapujos la aplicación de una norma disciplinaria tan rigurosa como exenta de excepciones. A partir de ahora, la verdad solo será la verdad oficial. Aquella Cayetana Álvarez de Toledo o Isabel Díaz Ayuso que se desmande, discrepe o aspire a ascender en el escalafón interno será primero apercibida y después sancionada.

Siendo preocupante la actitud de Casado, la deriva autoritaria del PP en poco se diferencia de la que viene acechando o amenaza de cara al resto de los partidos. Vimos en Podemos salir por la puerta gatera a un Errejón que osó cuestionar el hiperliderazgo de Pablo Iglesias y hemos sabido hace poco que el PSOE se dispone a sancionar a Odón Elorza por haber roto la disciplina de voto en la elección de los magistrados del Constitucional. En Ciudadanos, Vox, Partido Aragonés o Unidas Podemos las discrepancias internas tampoco vienen resultando bien acogidas.

Hay un espejo donde los partidos se miran: el Estado burocrático, tecnocrático, administrativo, cuyos tentáculos se extienden por todo el cuerpo de la sociedad y cuyos poderes aumentan a cada sesión parlamentaria, legislatura, provisión de plazas funcionariales, cambio de gobierno… Al igual que los partidos que lo sustentan, nuestro Estado, de forma cada vez más indisimulada, aspira a controlar las opiniones políticas lesivas a su monolítica verdad. Sus portavocías deciden cuáles son los temas de actualidad y cómo deben plantearse. Lo políticamente correcto se premia; lo incorrecto, se ignora.

¿Vamos hacia un orwelliano mundo feliz? De momento, hacia un país más intolerante.