Hace algo más de un año, un veterano político ya retirado de la primera línea me anticipó con una clarividencia pasmosa lo que pensaba que iba a ocurrir a finales de 2021: «Todo se está moviendo muy deprisa, volverá a retomarse la operación del campo de fútbol en San José, la DGA y el Ayuntamiento de Zaragoza irán de la mano y se consumará la mayor operación urbanística de Zaragoza en décadas». Esa persona, que conoce bien ambas instituciones y a sus dirigentes lo clavó, y hoy volvemos 12 años atrás, cuando se llegó a presentar el enésimo proyecto arquitectónico para construir un estadio, en aquella ocasión del arquitecto Joaquín Sicilia. Los protagonistas de entonces siguen en activo, algunos en instituciones distintas, pero siguen siendo los que toman las decisiones importantes. Después de 20 años de proyectos fallidos, discusiones, debates, recursos judiciales, polémicas y varios descensos a Segunda División, en tan solo un mes han sido capaces de armar lo que ahora llaman un relato y se han puesto de acuerdo en un abrir y cerrar de ojos. La financiación, el eterno problema, sigue sin definirse, pero nadie tiene dudas de que son muchos los intereses para que esta vez el campo de fútbol de Zaragoza no sea motivo de confrontación institucional y por fin la ciudad tenga un estadio moderno que sirva para algo más que jugar al fútbol y se convierta en un atractivo arquitectónico más de una ciudad que no atesora demasiados. La voluntad política era esto. Es sorprendente la rapidez con la que se logra cuando se persiguen determinados intereses.

A estas alturas de la vida, ya ni siquiera sorprende la normalidad con la que se asume el susodicho relato, operación urbanística mediante, pero a mí me llama la atención que el argumento más empleado para persuadir de la conveniencia de construir una infraestructura que pasará fácilmente de los 100 millones de euros es la hipotética celebración de una ceremonia de apertura o clausura de unos Juegos Olímpicos de invierno o ser subsede de un Mundial de fútbol en 2030. Como pretexto resulta un poco endeble, porque la proyección internacional que otorga un acontecimiento de esta envergadura, a pesar de lo que se diga, es tan hermoso y efímero como un amor de verano.

La Romareda ha acogido en sus 64 años de historia tan solo cuatro partidos internacionales, el último de ellos contra Grecia, hace 17 años y con una modesta entrada. También ha sido subsede de un Mundial en el que jugaron potencias internacionales de la categoría de Irlanda del Norte, Honduras y la ya desaparecida Yugoslavia. Uno de los monumentos más feos de Aragón conmemora la efeméride, aunque casi nadie repara en él. A la entrada de los vestuarios del vetusto estadio una pareja de columnas de encofrado recuerda que hace casi 40 años La Romareda acogió un Mundial. Eso sí, nuestro querido estadio pasará a la historia de esta competición deportiva, la más importante del fútbol, por un récord mundial. El 17 de junio de 1982, en el partido Yugoslavia-Irlanda del Norte debutó Norman Whiteside, el futbolista más joven en debutar en un mundial, con 17 años y un mes. Whiteside, que tuvo una corta carrera, era un aguerrido delantero irlandés que desbancó en semejante registro al mismísimo Pelé. Y tanto Whiteside como La Romareda siguen inscritos en el libro de oro de la historia del fútbol mundial, a pesar de que ya casi nadie en el planeta se acuerde de Whiteside ni de La Romareda.

A pesar de ello, seguirá siendo siempre el estadio más bello del mundo para los zaragocistas que ahí hemos sido felices, a pesar de que se caiga a trozos, el Real Zaragoza (que es el principal beneficiado) no nos dé ahora alegrías, cambie de ubicación y veamos más pronto que tarde viviendas de alto standing en su actual emplazamiento. Y siempre será el campo del récord del mundo y el monumento más feo de Aragón.

Zaragoza necesita un estadio moderno, y un equipo de fútbol competitivo que nos devuelva a lo que un día fuimos. Sería preocupante que a los actuales dirigentes del club lo primero les parezca más prioritario que lo segundo.