La aparición de la variante ómicron del virus covid-19, simultánea a una nueva expansión de la pandemia en todo el mundo, siembra la inquietud y pone de relieve las carencias de la vacunación a escala planetaria. Todas las advertencias hechas hasta la fecha por diferentes organizaciones internacionales acerca de la necesidad de universalizar la administración de las vacunas se han demostrado acertadas, y se han hecho realidad los riesgos vaticinados si quedaban excluidas de facto de la inmunización amplias regiones con sistemas de salud frágiles, convertidas en caldo de cultivo de nuevas variantes. Mientras el rango de vacunación en África –unos 1.200 millones de habitantes– sea tan pequeño como lo es ahora –poco más del 7%– y en partes de Asia oscile entre el 10% y el 30%, difícilmente los esfuerzos del primer mundo alcanzarán el objetivo de ponerse a salvo de la enfermedad.

No deja de ser paradójico que en Europa y Estados Unidos se haya iniciado la administración de una tercera dosis de refuerzo por franjas de edad y profesiones con alto riesgo sanitario y que, al mismo tiempo, en los países pobres y en vías de desarrollo, con poblaciones altamente sensibles al contagio, carezcan de las dosis y medios necesarios para generalizar la vacunación. Nadie pone en duda la pertinencia de lo establecido por las autoridades sanitarias en cuanto a la inoculación de una tercera dosis; sí es de lamentar que programas de ayuda a países sin recursos, como el Covax, se hayan manifestado claramente insuficientes para remediar las desigualdades en la lucha contra la enfermedad. Porque es harto sabido y repetido que la única salida del laberinto de la pandemia es que la inmensa mayoría de la población mundial esté vacunada y se mantengan las medidas profilácticas adecuadas a cada grado de circulación del virus entre la población. Y es indispensable desacreditar sin descanso a quienes han colonizado las redes sociales con argumentos extravagantes contra las vacunas.

Ningún integrante de la comunidad científica pone en duda que el surgimiento de variantes es poco menos que consustancial a la existencia del virus, pero también coinciden los expertos en que la rápida propagación de la cepa ómicron desde Sudáfrica a todas partes ha sido posible por la práctica inexistencia de barreras en África que dificultaran la transmisión de la enfermedad. Limitar ahora las comunicaciones con el continente se antoja una respuesta incompleta, que permitiría como mucho ralentizar la expansión de la variante ómicron, si no va acompañada de otras con un grado mayor de eficacia y reparación de los errores cometidos hasta la fecha.

Visto lo inquietante de la situación, quizá es el momento, por ejemplo, de hacer realidad la propuesta hecha hace unos meses por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, para liberar provisionalmente las patentes de las vacunas de manera que se facilite su distribución o fabricación a precios asumibles por los países con menos recursos. Porque para afrontar el desafío colectivo que supone la pandemia no hay atajos y sí una certidumbre: favorece la extensión de la enfermedad todo lo que no sea adoptar medidas prudentes y puede poner en riesgo lo logrado hasta ahora con gran sacrificio humano y material.