Muchas han sido las atrocidades cometidas a lo largo de la historia, avaladas por los hechiceros de la tribu, los señores feudales, las religiones, y ya más recientemente, por la ciencia, el Totus Dei del siglo XXI.

Harta está una de escuchar que no procede poner en tela de juicio la efectividad de las vacunas, incluida en ese pack, la del covid-19. Alabado sea Dios. Por delante debe estar el interés público sobre la conciencia privada. Demostrado queda que las reacciones adversas a las vacunas covid son mínimas, que son mayores los beneficios que los efectos secundarios. Ah, ¿sí? Qué fácil resulta reproducir el discurso oficial de todos los estados que responden a la voz de su amo, y qué difícil demostrar que lo predicado por los gobiernos y reproducido en modo papagayo por los medios, que en su gran mayoría pertenecen a la misma cabeza a la que sirven los ejecutivos, es todo «palabra de Dios», oséase, una verdad indiscutible, cuando en realidad se trata de una verdad maquillada, en la que se está obviando e incluso tergiversando gran parte de la realidad de las vacunas.

No me tilden de negacionista. En absoluto lo soy. Pero, sí me declaro ferviente cuestionadora del absolutismo imperante que lejos de pensar en el bien común, impone, y por supuesto vulnera, libertades fundamentales. Aquel lejano «con el pueblo, pero sin el pueblo» está más en boga que nunca. Lo peor de todo es que gran parte de ese pueblo ni reacciona, ni cuestiona, ni tolera opiniones divergentes. El caldo de cultivo perfecto para la instauración de un nuevo régimen poscovid alienador, alineador, y perpetuador de un orden, a la orden de aquellos cuya máxima aspiración es terminar con la quinta esencia de la raza humana, el pensamiento crítico.