Mirarse mucho el ombligo, pensar solo en uno mismo, sea personalmente o en el ámbito colectivo, parece ser el camino hacia un desastre anunciado. Así, mientras muchas, siempre demasiadas, dosis de vacuna contra el covid están a punto de caducar en nuestra opulenta Europa, la proporción de personas inmunizadas se reduce al mínimo cuando se cruza a la otra orilla del Mediterráneo. Por ello, el miedo torna a entrar en nuestras vidas, a la que vez que los gobernantes pretenden en vano cerrar las puertas a nuevas variantes del virus, pero las ingratas medidas y restricciones ya conocidas tienen solo un éxito parcial y momentáneo, a un coste social muy elevado. En un mundo globalizado, Sudáfrica está cerca, casi al lado, y Australia o Nueva Zelanda, a la vuelta de la esquina... no se pueden poner puertas al campo. Contemplarnos, como Narciso, en el espejo de los guapos ricos, tiene su precio ineludible, lo que conlleva pagar muy caro nuestro egoísmo.

En tanto que el covid nos ha dado un amargo baño de realidad y en la calle ya se ha hecho habitual el debate sobre los perniciosos efectos del calentamiento global, ni siquiera hemos llegado a ser plenamente conscientes de otro problema cotidiano, la contaminación atmosférica urbana. Sin embargo, se ha demostrado una relación directa entre la emisión de gases nocivos dentro de núcleos densamente poblados y la presencia de patologías vinculadas a la contaminación del aire que se respira en esas ciudades. Quien contamina, también paga; sobre todo, en salud. Aquí y allá, una y otra vez, parece muy claro que el egoísmo es un mal endémico en la humanidad, una plaga virulenta que nos devuelve como un frontón el maltrato dispensado al planeta que habitamos. ¿Olvidamos que es nuestra casa y que no tenemos otra? Por desgracia, también paga el resto de los inquilinos.