Es por lo menos curioso que en este país nuestro, abarrotado de tertulianos que se manejan como Pedro por su casa en asuntos de virología, vulcanología y astrofísica si se tercia, cada vez que se habla de reformar las pensiones muchos opinadores (sobre todo a la derecha) se laven las manos y dejen la pelota en el tejado de los técnicos argumentando que se trata de un tema de gran complejidad y que hay que estar a lo que digan los expertos.

No tengo nada en contra de los expertos, al revés, ni en esta materia ni en ninguna otra. La opinión de los técnicos es necesaria para articular soluciones de forma eficaz, pero siempre es un error dejar en sus manos la toma de decisiones que, por su propia naturaleza, son políticas. Y las decisiones sobre el sistema de pensiones lo son claramente porque son parte esencial del Estado del Bienestar que marca la frontera entre la izquierda y la derecha.

El Pacto de Toledo

El debate sobre su sostenibilidad viene de lejos y no fue hasta 1995 cuando se alcanzó el Pacto de Toledo sobre reformas en el sistema de Seguridad Social que viene funcionando hasta nuestros días. Que era una cuestión política, e incluso una cuestión de Estado, lo demuestra el hecho de que partidos, sindicatos y patronales se esforzaran en llegar a ese acuerdo que, con errores y aciertos, ha sido de gran utilidad.

Y, precisamente por eso, me preocupa lo ocurrido recientemente con el debate sobre la mejor forma de hacer frente a la próxima jubilación de un numeroso contingente de población: el que forman los niños que nacieron entre la segunda mitad de los años 50 y la década de los 60, superado lo peor de la posguerra y a la sombra del primer desarrollismo en España, esos a los que se llama 'baby boomers'. Que los partidos de la derecha hayan puesto el grito en el cielo amenazando con los tribunales, y que la patronal se levantara por primer vez en estos años de la mesa de negociación (muchos creen que presionada por los empresarios más asilvestrados, o más politizados), parece apuntar a que, una vez más, un tema de Estado se lanza al barro de la trifulca política, como la Educación sin ir más lejos. Una pésima noticia. Al final, lo decidido es que trabajadores y empresas aumentarán sus cotizaciones a la Seguridad Social durante diez años, un 0,5% las empresas y un 0,1% los trabajadores para que, al final de ese periodo, la hucha de las pensiones –ahora vacía– guarde unos 50.000 millones de euros. Un colchón que se estima suficiente para afrontar los nuevos gastos.

Es un parche en cierta medida, pero es posible que ese parche sea necesario, a la vista de la imprevisión con que los últimos gobiernos del PP, en lugar de adoptar otras medidas, metieron mano a la hucha durante la crisis financiera de hace unos años y, de los casi 70.000 millones que dejó en ella Zapatero, la dejaron criando telarañas.

Decisión política

Esa, la de apurar los ahorros, fue una decisión política, no técnica. Como fue una decisión política la reforma laboral que ahondó dos de los problemas más graves que tenía y tiene el mercado laboral en España: la precariedad en el empleo y los bajos salarios. Sinceramente, cuando oigo que las cotizaciones de los trabajadores actuales no bastarán para cubrir las pensiones a causa de esas particularidades... me asombro, por no decir algo más expresivo. Como si fuesen una catástrofe natural o un efecto del cambio climático.

Modificar el mercado laboral para conseguir salarios dignos y estabilidad en el empleo es algo que debería vincularse directamente con la sostenibilidad del sistema de pensiones. Pero no son los expertos en Seguridad Social quienes tienen que impulsarlo, sino los políticos, y no hace falta ser muy perspicaz para ver las dificultades (políticas) que se oponen a ese propósito en España y en Europa. Si alguien se pregunta por qué en países como Alemania, o Francia, o tantos otros de nuestro entorno, mantienen pensiones más elevadas que las nuestras y no ven tan amenazados sus sistemas, que mire por ahí.

Pero hay más decisiones que se pueden adoptar. Por ejemplo, que no todas las pensiones vayan a cargo de la Seguridad Social, que los Presupuestos Generales sufraguen una parte de ellas. Hace cuarenta años, la sanidad se financiaba con las cotizaciones sociales y eso resultaba insuficiente para convertirlo en un servicio de calidad y universal, que era objetivo esencial para el primer gobierno socialista. La solución fue financiarla por la vía presupuestaria, así que ya no vamos al médico de la Seguridad Social sino al de la Sanidad Pública. ¿Por qué no darle una vuelta a esa idea?

Economía sumergida

¿Qué habría que subir impuestos? Pues, si es necesario, habrá que subirlos, pero de momento convendría fijarse en la economía sumergida. Los técnicos de Hacienda cifran en 25.000 millones los que se escapan anualmente por ese agujero, o sea que una acción eficaz para taponarlo produciría en solo dos años la cantidad que se proponen recaudar para la hucha... ¡en diez!

Hay muchas vías por explorar pero, para ello, es preciso dialogar políticamente (algo que hoy parece una utopía) si queremos alcanzar acuerdos duraderos. Y hacerlo sin anteojeras, sin dar nada por sentado: a mí lo que me parece insostenible no son las pensiones, sino un sistema económico y laboral que hace imposible garantizar las prestaciones propias del Estado del Bienestar. No estoy hablando de revoluciones, solo de reformar ese sistema para acercarlo al de otros países europeos o, si se me apura, al que teníamos en España antes de que el credo neoliberal se declarase a sí mismo verdad inmutable. Eso les va bien a algunos (muy poderosos, eso sí, y lo defienden como gatos panza arriba), pero a esos les importan un bledo las pensiones.

¿O no?