A falta de unos días para Navidad, vuelve una polémica repetida cada año sobre la necesidad de iluminar las ciudades. El gasto en iluminación navideña se ha disparado en numerosas ciudades españolas, con el caso singular de Valencia, incrementado en casi un 120%, mientras que Barcelona lo eleva en un 32%. Zaragoza mantiene la partida del año pasado, si bien en el ejercicio anterior casi la duplicó respecto a 2019. Pero no solo se trata de valorar la inversión efectuada sino de poner sobre la mesa otros aspectos del escenario navideño, en una valoración que tiene sus pros y contras. Por un lado, los estudios psicológicos certifican que el hecho de ver calles iluminadas mantiene una estrecha relación con el consumo efectuado. En una época ya de por sí propicia a las compras, la luz que invadirá las ciudades los próximos días, y a lo largo de un mes y medio, funciona como un reclamo que los comerciantes consideran imprescindible y que provoca un efecto euforizante entre la ciudadanía.

La Navidad, más allá del enfoque que cada uno tenga sobre las fiestas, está íntimamente relacionada con una iluminación que, en los últimos años, ha sustituido las tradicionales bombillas por luces led, que gastan un 80% menos que las incandescentes. Si simplemente se hubiera dado el caso de cambiar unas por otras, el ahorro hubiera sido notable, pero ha ocurrido lo contrario: o bien un presupuesto similar, que significa, en consecuencia, más iluminación y más contaminación lumínica; o bien, como pasa ahora, más dinero invertido y más luces. El caso de Vigo es paradigmático. De la mano del alcalde Abel Caballero destina 3,11 euros por habitante a la decoración navideña, muy por encima de los 1,29 de Barcelona o los 1,07 de Madrid, que es prácticamente lo mismo que Zaragoza (1,04). En Vigo son 11 millones de bombillas, la cifra más alta del planeta, similar a la de Madrid pero concentradas en un espacio mucho más reducido. Con ello se consigue que el reclamo ya no sea estrictamente comercial –para incentivar las compras y animar a la ciudadanía después de un obligado periodo de letargia–, sino que es la propia ciudad la que aspira, como proclama su alcalde, a convertirse en un «acontecimiento planetario». Entre los detractores, una crítica al exceso; entre los defensores, las cifras que hablan del retorno económico en visitas y gasto turístico.

Aun así, estamos hablando de un montante elevado –con repercusiones de todo tipo: estéticas y éticas– a partir del cual puede debatirse un determinado modelo de ciudad y de sociedad, especialmente en unos momentos de crisis y pobreza energética. Hay que calibrar qué mensaje se transmite, más allá de la simple decoración.

Apostar por la iluminación en las calles como símbolo de recuperación y de retorno a la normalidad en unos momentos todavía críticos en relación a la pandemia se percibe como una necesidad económica y social. Replantearse el exceso es también una obligación de las administraciones en tiempos convulsos.