Ocho de cada diez españoles creen que la inflación será duradera, según un sondeo de Metroscopia. Otra encuesta de Metroscopia dice que el 73% de los jubilados y el 64% de los que están en edad laboral no creen que las pensiones futuras vayan a tener un valor similar a las actuales. Aun así, ocho de cada diez son partidarios de ajustarlas al IPC y contrarios a aumentar la edad de jubilación, y algo más de la mitad (y un 61% de los jóvenes) son partidarios de mantener el importe de las pensiones actual aunque eso suponga no poder garantizar las pensiones futuras. Hay división de opiniones sobre la incentivación de planes fiscales privados (que lo hagan las empresas parece más aceptado: dos de cada tres son partidarios); algo más de la mitad está a favor de un sistema público de capitalización. Luis Garicano ha escrito que estamos ante nuestra última oportunidad de reformar las pensiones. A su juicio, el plan del gobierno es una huida hacia adelante: adelante y no se sabe bien hacia dónde, y mientras jugamos al autoengaño con uno de nuestros mayores problemas uno se pregunta de qué hablamos cuando hablamos de sostenibilidad.

Otro de nuestros problemas, que diagnostica bien Fernando Vallespín en su reciente 'La sociedad de la intolerancia', es una incapacidad militante para lidiar con la discrepancia. Es una intensificación de tendencias que ya estaban antes: la duda perturbadora es si nos acercamos a una democracia posliberal, donde nos entretenemos con simulacros mientras se van desgastando las normas escritas y despreciamos las no escritas. Esta semana dos periodistas de Infolibre han comparecido ante la justicia por hacer su trabajo a causa de una denuncia de Teodoro García Egea, el Clausewitz del hueso de oliva. PSOE, Unidas Podemos, ERC, PNV, Junts, EH Bildu, BNG, CUP, Más País, Compromís, Nueva Canarias y PdeCat firmaron un documento que instaba al Congreso a actuar contra periodistas que «rompen el clima de cordialidad», en un número antidemocrático que recordaba al reciente veto a Xavier Rius en el Parlament. Como de costumbre, la degradación de la política catalana prefigura lo que ocurre luego en el conjunto de España. Vetas a tipos desagradables; luego resulta cada vez más fácil definir como desagradables a todos a los que te convenga vetar. La operación se reviste de un tono meapilas que reprocha la impertinencia, como si los periodistas fueran invitados obligados a agradecer la hospitalidad de su anfitrión. Esa impertinencia (asimétricamente detectada) es un eufemismo de una valoración moral y una excusa para la exclusión: por alguna razón no nos importa que le demos al adversario la oportunidad de hacer lo mismo.