Hace años que perdí la cuenta de los artículos que he escrito sobre la Constitución. Bueno, en realidad esta es una frase hecha y sutilmente mentirosa. Nunca llevé la cuenta, porque los primeros textos que me publicaron sobre ella me dejaron muy satisfecho: era un recién llegado a la plaza pública y ensalzar algo tan bonito, necesario y moderno como la Constitución era suficiente recompensa. Y, de alguna manera, pensaba que no sería preciso continuar, durante mucho tiempo, escribiendo panegíricos a la Carta Magna, sintagma que, en sí, es ya una cursilísima e imprecisa expresión, que solo se justifica por no repetir la palabra Constitución, como yo acabo de hacer. Ese es el problema: que nos repetimos. La Constitución empieza a ser flatulenta. Y, si no, mire usted la mayoría de discursos que se leerán, de artículos que estos días se trasmitirán en toda suerte de prensa sobre el asunto. Que si la convivencia, que si el lugar de encuentro, que si el palo de pajar, que la inteligencia de los padres fundadores, que si el consenso. Y venga, va, la Constitución de un lado para otro. Afortunadamente la mayoría de esos aburridos panfletos de cargos públicos y obligados habituales no se analizarán ni atenderán con atención. De hecho, espero que este artículo tampoco lo esté leyendo usted. Dice Borges en su memorable poema 'Un poeta menor': «La meta es el olvido / Yo he llegado antes». Así debe pasar para los textos celebrativos y festivos sobre la Constitución española de 1978.

¿Joven?

Ahora bien, por si usted sigue ahí, le llamo la atención de que la causa de que la mayoría de escritores de almanaque constitucional redunden en su pecado, es que consideran, siguen considerando, y considerarán siempre, que nuestra Constitución es «joven»: la «joven Constitución española», dicen. No importa que la mayoría hayan nacido después que la Constitución o, incluso, que dispongan de una edad como para ponerles 6 vacunas de recuerdo. Para ellos y ellas la Constitución siempre será joven, como James Dean o Briggitte Bardot, como Marisol o Joselito, como Santa Inés o San Luis Gonzaga. Si fuera joven, el Preámbulo comenzaría pidiendo la contraseña y la Disposición Final diría: «¿Acepta usted las 'cookies'?».

Lo de la juventud no lo dicen como elogio, sino porque no se han dado cuenta de que el tiempo ha pasado. Y que también ha pasado para la Constitución. Y por encima de ella. Podríamos haberla convertido en una metáfora estimable de cómo las cosas se pueden adaptar al cambio. Pero se prefirió, maldita sea, dejarla en conserva. Incorruptible. Como una mojama. Como una santa. Lo que me recuerda que, al parecer, cuando Fray Juan de la Miseria retrató a una mayor Teresa de Jesús ella le dijo al verse: «Que Dios no os lo tenga en cuenta»; aunque más verosímil es la versión que apunta que se limitó a lamentar que «la había pintado fea y legañosa...». Ahí estamos: bajo la gloria constitucional el texto se nos va quedando, aquí y allá, legañoso, lleno de malos repintes y con una preocupante falta de perspectiva por su empeño en someterse a los roces del tiempo y a las desventuras de la historia, sin protegerse con el propio remedio de la reforma, que el constituyente tuvo a bien introducir en el texto.

Deficiencias y miserias

No se piense que es atrevida comparación la establecida entre la patrona del Cuerpo de Intendencia y la Constitución: si una fue reiteradamente apelada, con justa razón, la 'Santa de la Raza', este viene a ser el problema de la 'Santa Consti', convertida a su pesar, a pesar de sus autores y de todo consenso habido en la Transición, en la «Constitución de la Raza». Es decir: esencial, igual a sí misma como más elevada referencia. Y, ya de paso, condenada a olvidar sus deficiencias y sus miserias a base de afirmar su intangibilidad. Constitución-estampita, para poner entre las páginas de cualquier breviario, para que descanse su juventud de los muchos gozos a las que les someten las autoridades civiles, militares, eclesiásticas y turísticas. Constitución-reliquia: ese pedacito de entretela de un tiempo peor, con el que acabó, pero muy indecisa a la hora de zurcir los descosidos del presente y de vestir un futuro que incorpore nuevas telas.

Mal puede terminar si no se le alimenta con renovados espejuelos con los que reflejarse en la sociedad. Que es que la Constitución no es nada si no dialoga con esa sociedad, tan rara. Haga usted la prueba: escriba esta noche una Constitución: 169 artículos y sus Disposiciones adicionales y a ver quién le hace caso mañana. Pues en esas estamos: que a fuerza de protegerla unos y otros van dejando de leer este artículo unos, el de allá otros. Y el Tribunal Constitucional se entrega a una feria de vanidades, porque la fiera de mi niña está tan baqueteada que mejor pactamos las sentencias que tratamos de sostener el principio de la supremacía normativa. Y los más creyentes son la que la nombran en vano. Y dicen eso de no abrir el melón, triste destino agrario para lo que fue obra de una España en plena urbanización. La prudencia hace años que se trocó en vanidoso aturdimiento, atolondramiento de una política sin afán estratégico.

Como los pantalones acampanados

Al final, con tanto lugar común y tanta frase tonta, tan desligada de la realidad más amarga, la Constitución se nos va a quedar como almario de nostalgias. El lado vintage del Estado social y democrático de Derecho. Como los pantalones acampanados. Y nosotros, que tanto le debemos, porque los elogios no son falsos, sino solo redundantes y tediosos, ¿es esto lo que le concedemos?, ¿así le pagamos nuestras mocedades cuando aún creíamos en la evolución del mundo y hasta de España? ¿No habrá una pizca de imaginación que incorporar a estas filas de palabras tan metódicas y ordenadas y sabidas y olvidadas que estragan las demócratas conciencias? Estamos a punto de que la Constitución, harta de requiebros, se cante a sí misma el tango 'Nostalgias':

«Desde mi triste soledad/ Veré caer las rosas muertas/ De mi juventud».

Al fin y al cabo, nuestra Carta Maga, digo Magna, como le sucede a Carlos Gardel, cada año canta mejor.