Los 16 años que Angela Merkel ha estado al frente de la cancillería alemana no han sido fáciles, ni para su país, ni para Europa. Merkel heredó una reunificación a medio hacer, se enfrentó durante su primer mandato a la crisis económica derivada del colapso de Lehman Brother y durante el cuarto y último tuvo que lidiar con las consecuencias sanitarias y sociales de la pandemia. Su personalidad se ha forjado en este contexto: su apuesta por la estabilidad, el pragmatismo y la moderación, su integridad, y un cierto liderazgo moral más necesario aún en tiempos de incertidumbre. Un balance más pormenorizado de su obra de gobierno permitirá matizar algunos de los elogios que le han prodigado medios de comunicación de medio mundo. Sin embargo, existe un consenso generalizado sobre el impacto positivo, y en algunos ámbitos sobresaliente, que esta mujer, nacida en lo que era entonces la República Democrática Alemana, ha tenido sobre las condiciones de vida de los alemanes, sobre la unidad europea, y sobre las relaciones de la UE con las tres potencias que ponen a prueba esta unidad: Estados Unidos, China y Rusia.

Merkel ha actuado con las convicciones de una dama de hierro, pero con los guantes de seda de alguien que ha buscado siempre el compromiso. Con la excepción de la rigidez que mostró en la crisis del 2008 y frente a la implosión de la deuda griega, cuando impuso una política de extrema austeridad que pospuso la salida de la crisis para los países del sur de Europa. Si exceptuamos esta actuación, que ella mismo ha corregido en los últimos años, apoyando las políticas expansionistas de la UE, Merkel se ha caracterizado más bien por lo contrario. Por el diálogo, empezando por la política interna, donde ha gobernado en coalición con los socialdemócratas, en dos ocasiones, y con los liberales cuando los resultados electorales se lo han permitido. Ha combinado esta predisposición al acuerdo político muy instalada en la tradición alemana con la defensa de principios que no siempre han sido compartidos por su partido. Como cuando se pronunció a favor de aceptar cientos de miles de inmigrantes procedentes del Próximo Oriente, en una actitud más propia del papa Francisco que de la CDU. O cuando se pronunció de manera contundente contra el blanqueo de la extrema derecha, en detrimento de líderes regionales de su partido predispuestos a coaligarse con Alternativa para Alemania. O cuando asumió el cierre de las centrales nucleares alemanas tras el desastre de Fukushima.

Esta misma Merkel plantó cara a Donald Trump, Vladimir Putin y Xi Jinping con el mismo talante, sin perder nunca la calma, sin romper nunca los puentes. Equiparó los servicios secretos norteamericanos con la Stasi por espiarle su teléfono móvil, pero mantuvo estrechas relaciones con Washington incluso en los tiempos más agresivos de Trump. Criticó la política de Xi en relación a Hong Kong, pero viajó a China, el principal socio comercial de Alemania, en 12 ocasiones. Apoyó sanciones contra Putin cuando este ocupó Crimea, pero defendió el derecho de Rusia a desplegar el gasoducto Nord Stream2 al que se oponen EEUU y muchos países europeos. Europeísta convencida, Merkel exhibió esta misma combinación de principios y pragmatismo para convertirse en la auténtica líder de la UE, una condición en la que no será fácil que su sustituto, el socialdemócrata Olaf Scholz, pueda coger el relevo a corto plazo.