Esta semana, la Real Academia Española (RAE), la que 'limpia, fija y da esplendor' al idioma español, ha renovado el diccionario, de momento solo el 'online', con casi 4.000 incorporaciones, el mayor número de los últimos cinco años. Esto no quiere decir que todo sean palabras nuevas, que las hay y a las que hay que añadirles su etimología, sino que también se han añadido acepciones a términos ya existentes. En un ejercicio de curiosidad por el listado, llama la atención el retraso que acumula la institución a la hora de dar validez a las palabras y expresiones que el pueblo lleva años utilizando. O no es sorprendente que se incluya «videoportero» cuando en España llevamos hablando de ellos desde 1980, o «friegasuelos», con la cantidad de productos que se han comercializado con esa definición desde hace décadas. Cuántas veces hemos dicho de alguien que está «empanado» (despistado, distraído, que no se entera de nada), que le «quedan tres telediarios», como sinónimo de poca vida, o que ha montado un «pifostio» para definir que ha liado una buena gresca... Cuántas «cangrejeras» habremos roto de pequeños jugando en el río o en la playa, donde los mayores, por cierto, tomaban «tinto de verano» sin saber que el refrescante vino con gaseosa o limón no estaba validado por el sanctasanctórum del español.

A una institución que tiene más de 300 años de vida, que nombró académica a la primera mujer en 1979 (Carmen Conde), y que hoy solo cuenta con ocho entre los 46 que la componen se le puede exigir celeridad en la adaptación del léxico, pero sin mucha esperanza de éxito. Porque cómo se le explica a un andaluz que su «rebujito» no estaba en el diccionario oficial, a un asturiano que para la RAE no existía «cachopo» o a un murciano que su dulce por excelencia, el «paparajote», introducido en su tierra por los árabes, tampoco.

Desconozco el sistema que se sigue para añadir términos nuevos o acepciones a los ya existentes, pero intuyo que, como corresponde a una institución de tanto fuste, irá antecedido de informes, estudios, reuniones y votaciones varias. Sobre todo, teniendo en cuenta que en las modificaciones de nuestro idioma también tienen opinión y voto las academias de los países hispanohablantes, donde los anglicismos son adoptados y españolizados con gran facilidad.

Por segundo año consecutivo, los ilustres académicos han estado ágiles en introducir términos asociados a la pandemia («vacunólogo», «cubrebocas», «emergenciólogo», «hisopo», «burbuja social» o «nueva normalidad») y con las novedades en las condiciones de género y sexualidad («pansexual», «poliamor», «cisexual», «transexual» o «cisgénero» ) así como con aquellos relacionados con la digitalización y la sociedad de las tecnologías: «bitcóin», «bot», «ciberacosador», «ciberdelito», «ciberdelincuente» o «webinario», en referencia a ese seminario web que llegó con el confinamiento. Se han demorado un poco con otros como «fotodepilación», «liposoluble», «cigarrillo electrónico» o «vapeador». Por lo visto se les augura larga vida a estas palabras, como a «obispa», aunque solo entre los protestantes, «búho», como ese autobús nocturno que sustituye a los de servicio regular, «cobra», entendiéndose como gesto de retirar la cara, «cámel», que también es un color o «apalizar» y «complejizar».

Pero lo que verdaderamente me ha dejado ojiplática –otra gran incorporación–, es que la RAE no dependa de ningún ministerio, siga siendo financiada por las aportaciones de grandes empresas, con una escasa participación de la administración pública, y pese a todo tenga acciones, fondos y una cuenta corriente muy saludable.